Enán Moreno
Escritor y académico

Luego del almuerzo (pizza, cerveza, un postre: servicio a domicilio) se dispuso a dormir la siesta. A eso de las cuatro despertó y luego de mirar durante unos minutos la habitación, y especialmente el techo blanco de cernido rústico, dispuso encender el televisor. Con la mano buscó el control remoto, encontrándolo bajo la almohada. Presionó el botón: la pantalla se fue iluminando lentamente hasta aparecer la imagen de una película repetida. Cambió: noticias ya vistas la noche anterior… caricaturas… documental sobre Egipto y los Faraones… leones persiguiendo a una gacela… concursos estúpidos… cantantes casi desnudas… Jackson tocándose los genitales o ya en el paso regresivo… paisajes de la campiña española… autos en competencia… futbol: carreras, pelota, patadas de siempre… predicador irritante que ofrece el cielo y amenaza con el infierno… dos parejas encarándose ante el público y una conductora con tarjetas en la mano… un hombre y una mujer desnudos afanándose en la escena… golpes, sangre, tipo con ametralladora disparando indiscriminadamente… ¡CLICK! Nada interesante. Nada que valiera la pena. Bostezó.

Volteándose sobre su lado izquierdo se dispuso a seguir durmiendo, pero… no. Se levantó despaciosamente, fue a la sala con la idea de oír música o leer un poco, pero el cielo tan azul y el sol de la tarde entrando por la ventana le hicieron pensar que allí encerrado tal vez estaba desperdiciando el tiempo, que sería preferible salir a cualquier parte.

Al volante de su Fiat Siena trataba de decidirse entre ir al cine o al teatro, pero las malas películas y los espectáculos cómicos ofrecidos últimamente por grupos improvisados lo hicieron desistir. Vio un centro comercial y aceleró decidido. Entró en el parqueo sin ver ni un lugar vacío, mas en ese momento las luces de retroceso le indicaron que ya salía otro auto y él pudo estacionar el suyo sin problema. –No cabe duda, soy un tipo con suerte–, se dijo sonriendo.

Vio una sala de cine y leyó los títulos de las películas de la tarde: ninguna valía las dos horas de encierro y los casi cuatro dólares al cambio del día. En ese momento sintió el aroma de café y no tuvo duda alguna.

Desde su mesa se dedicó a observar: en el café algunas parejas jóvenes, hombres solos, matrimonios de la tercera edad, el afán de los empleados, las cuentas, los vueltos, las propinas. Afuera la gente iba y venía viendo vitrinas, saludando al encontrarse con algún conocido, niños corriendo, muchachos con el teléfono pegado a la oreja, el policía inmóvil a la puerta de algún comercio, un hombre trapeando, un joven repartiendo volantes…

La tarde pasó entre dos tazas de café y un pastel de manzana. El aguijón del lunes lo llevó de vuelta a casa.

Artículo anteriorPOESÍA
Artículo siguienteEl despertar de un Cortejo…