Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura

–Mirá –me dijo Gedeón mientras me jaloneaba la manga de la camisa–, ahí está don Jaime.
–¿En dónde? –quise saber.
–Ahí, en el cajero automático –insistió, mientras me indicaba el lugar con el dedo.
Y efectivamente, frente a uno de los cajeros automáticos de ese Centro Comercial se encontraba una persona de apariencia rechoncha, calvo y con una chumpa gris, efectuando alguna transacción monetaria.
–¿Y quién es ese don Jaime? –le pregunté.
–Es un mi vecino. Vieras que es buena gente. Todos lo conocen como “don dorremí” porque es músico. Es integrante de la Sinfónica Nacional. Cuando vos te ponés a platicar con él, invariablemente te habla de música y de los grandes autores, que Beethoven por aquí, que Mozart por allá, que este y el otro. Es bien culto para esas cosas el don.
Y todo habría pasado sin ninguna novedad, si no hubiera sido porque al Gedeón se le metió que le iba a hacer una broma.
–Venite –me dijo.
Yo, no muy convencido me fui atrás de él, pero con cierta curiosidad por la broma que me dijo que le iba a hacer al señor. A unos dos pasos del cajero me pidió que lo esperara ahí, se acercó hasta donde estaba don Jaime y se le fue acercando muy despacio, acto seguido se colocó atrás de él, y mientras le ponía un dedo a la altura de los riñones, en susurros le dijo:
–Esto es un asalto, no vaya a hacer nada, solo deme el dinero que acaba de retirar.
Don Jaime, con la cara descompuesta y sumamente pálido, se volteó a ver de qué se trataba la cosa, pero justo en ese momento se llevó las manos al pecho, hizo un gesto de dolor y se fue cayendo al suelo como si se hubiera desmayado. Al ver tal cosa Gedeón se volteó, y mientras me jaloneaba de la camisa me dijo que nos fuéramos de ahí inmediatamente. Y nos fuimos, pero como había mucha gente y nadie se había dado cuenta del suceso, le dije que se tranquilizara y que nos tomáramos un café mientras veíamos en qué paraba la cosa. En esas estábamos cuando se apareció uno de los guardias del Centro Comercial. De inmediato le dije al guardia que por favor avisara que el señor que estaba en el cajero automático se había desmayado. El guardia se fue a ver qué había pasado y luego se puso a comunicarse con alguien por medio de un radio. En pocos minutos llegaron varios de los personeros del Centro Comercial y cuando nos vinimos a dar cuenta eso se había llenado de gente, curiosos en su mayoría. Logré mover a Gedeón para que nos fuéramos a tomar el café, pero estaba tan asustado que me lo habría podido llevar hacia cualquier parte.
–¿Se habrá muerto el don, vos? –me preguntó. Le dije que no lo sabía y que había que esperar. Y en esas estábamos cuando llegaron los bomberos con sus correspondientes carreras y camilla y aspaviento; hicieron a un lado a los curiosos y se pusieron a examinar al hombre. Le dieron respiración de boca a boca, le hicieron masaje en el pecho, me imagino, para hacer reaccionar el corazón. Y ahí se estuvieron como quince minutos hasta que se dieron cuenta de que el señor estaba muerto, por lo que le colocaron la camilla encima. Después llegó la policía, colocaron un cordón amarillo para que la gente guardara la distancia y se pusieron a esperar.
–Yo digo que mejor nos vamos –le dije a Gedeón, pero se lo tuve que repetir varias veces porque se había quedado como ausente. Por fin logré que se moviera y nos retiramos del lugar.
–¿Sabés qué es lo peor, vos? –me dijo–, que ese don no era don Jaime.
–¿Y entonces?
–Pues no sé, viéndolo de espaldas era igualito, pero cuando se volteó después de la broma que le hice me di cuenta de que no era él.
–¿Y ahora?
–Bueno –me dijo–, ya estaba viejo y a lo mejor también enfermo de algo y sus parientes hasta le van a dar gracias a Dios de que se haya muerto.
Yo no le dije nada, pero una vez más me juré a mí mismo nunca más andar con el bruto ese del Gedeón.

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