Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura
Desde que conocí a Carlos René García Escobar supe que se trataba de alguien especial, uno de los últimos bohemios del mundo, sí, pero no por eso precisamente, sino por su calidad humana y su entusiasmo ilimitado.
Por ese tiempo estábamos sumergidos dentro de una guerra que no daba visos de querer terminarse y él, según tengo entendido, a raíz de sus ideales políticos había tenido que emigrar a los Estados Unidos y se fue apareciendo por acá por ahí por principios de los años 80.
Por esos días algunos escritores nos habíamos constituido como “Grupo Literario RIN 78” bajo la sombra y el entusiasmo de Max Araujo y otras personas. Durante una de nuestras sesiones, y luego de que terminara la elección de la novela ganadora del extinto “Certamen Guatemalteco de Novela” de ese año, alguien propuso la publicación de una novela que no había resultado la ganadora, pero que el Jurado Calificador había recomendado su publicación. El nombre de su autor no me dijo nada. Se trataba de un alguien totalmente desconocido que había presentado una obra titulada “La llama del retorno”, cuyo tema giraba sobre la vida de un emigrante radicado en los Estados Unidos.
Luego de las correspondientes lecturas de los que más sabían, que para el caso y si no estoy mal fueron Mario Alberto Carrera y Lucrecia Méndez de Penedo, se armó una discusión sobre el lenguaje escatológico y la conveniencia de usarlo o no dentro de las obras literarias. Después de escuchar las opiniones de todo el mundo se convino en que se haría la edición bajo el sello editorial “RIN 78”.
La verdad es que yo no leí la novela sino hasta que estuvo editada y pude darme cuenta de que se trataba de algo nuevo, de algo que se salía totalmente de lo que hasta ese tiempo había sido la novelística guatemalteca, que para ser franco y dadas las circunstancias de violencia política, eran bastante convencionales. Deseo aclarar que todavía no había leído la obra de Marco Antonio Flores porque aún no había venido nada de él a Guatemala.
En esa ocasión no hicimos mayor amistad con Carlos René, y no fue sino hasta que a alguien se le ocurrió que se hacía indispensable fundar alguna institución que agrupara a los escritores, que comenzamos a tener cierto acercamiento. Luego de varias deliberaciones, consultas, discusiones y pláticas se llegó a constituir la “Comunidad de Escritores de Guatemala”. Siempre he tratado de huir de enredos tales como asociaciones, corporaciones, hermandades, clubes, juntas directivas, etc., pero siempre termino metido en algo.
Carlos René fungió como presidente de la Comunidad durante varios períodos aun cuando ya nadie estaba dispuesto a hacerlo. Luchó con todo su entusiasmo por que la Comunidad siguiera con vida, pero por razones que no viene al caso mencionar, la Comunidad se terminó. Me consta que hubo varias ocasiones en que de su propio peculio sostuvo algunos gastos que hubo que afrontar ante la exigencia de acreedores; y lo más inaudito, llegó al extremo de hipotecar su casa para honrar el pago de la edición de una revista.
Ahora bien, tanto en el Grupo Literario Editorial RIN 78 como en la Comunidad, ocupé el cargo de tesorero. En la Comunidad siempre apoyando y apoyándome en Carlos René y de esa cuenta llegamos a fomentar una amistad muy grande, al extremo de que en algún momento descubrí que ya no éramos amigos sino un poco hermanos.
Hablar de su obra antropológica y de su obra literaria no me corresponde porque creo que a estas alturas sale sobrando. A Carlos René lo quise mucho por ser quien era: un hombre humilde, modesto, sencillo, muy noble y trabajador. Un ciudadano indispensable, incapaz de ocasionar daño a nadie, consecuente con sus ideales y dueño de cierta inocencia de la que nunca pudo despojarse desde su niñez. Ah, y también un soñador incorregible.
Cuándo voy a poder olvidar nuestras noches de alegre plática y de tragos, su gran afecto y lealtad para sus amigos, su risa franca, el amor por su familia, su entrega por dejar a Guatemala su trabajo honesto y honrado, su obra literaria y más que todo su legado antropológico de altísima importancia, a lo mejor poco apreciado por algunos pero de enorme trascendencia, incluso allende nuestras fronteras.
No puedo expresar con palabras mi dolor al recibir la noticia de su muerte. Estuve con su familia en la funeraria donde lo velaron pero no quise asistir a su entierro. No me gusta que me vean llorar.