Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor

Una mañana de hace unos treinta años, más o menos, después de haber escuchado música gregoriana durante toda la noche y estarle metiéndole combustible alcohólico a nuestros cuerpos en la casa de Carlos René García Escobar, el señor Sol nos dijo: “muchá, salgan un cacho a la calle para despercudirse un poco”. Después de una restregada de cheles y darnos cuenta de que dormimos doblados sobre nuestros brazos apoyados en el escritorio, que sirvió de mesa tabernaria, fuimos al mercado a comprar algo de comer; a continuación, caminando con la lentitud de una procesión del Santo Entierro, nos ubicamos en una tiendecita que estaba en la misma cuadra de su casa. Pedimos dos octavos de Venado. Nos dedicamos a observar los dos frascos como si se tratara de imágenes de algún santo milagroso. Así, sin pronunciar palabra, permanecimos un largo rato.

De repente, Carlos René, comenzó a contarme una anécdota que él vivió. Lo memorable y casi mágico fue que, mientras hablaba, yo iba viendo las imágenes y escenas de lo que él contaba reflejado en sus anteojos oscuros; en ellos se espejeaba la ventanita de la tienda que servía de escenario a lo que Charly decía. Yo, como complemento de lo que él contaba, le iba añadiendo detalles de los ambientes en los cuales se realizaba la acción; incluso con descripción de colores y olores. Él se mostró tremendamente maravillado porque, a cada observación que yo hacía, me decía: “¡Puta, mano! Con todos los elementos que usté añade, me da la sensación de que usted estuvo allí”. Por supuesto, no le dije que todo lo que yo añadía lo estaba viendo en sus anteojos. Luego, como para ponerme a prueba, me preguntó detalles que no eran visibles al ojo común, y yo se los respondí con exactitud. Me preguntó de qué color era el calzoncito de la chava, de qué color y tamaño eran sus pezones; si la aureola era grande o pequeña. Si hacía el amor a gritos o a lo mudo. A todo le respondía con cabalidad infinitesimal.

–No puede ser –me decía–, es imposible que usted haya estado allí.

–Yo no le estoy diciendo que haya estado allí, solo respondo a las preguntas que usted me hace –riposté.

Luego de otras muestras de su sorpresa, me expresó:

–Lo que está pasando entre nosotros, en este momento, me está devolviendo la fe en los milagros. Me recuerda un milagro que sentí hace algunos años, lo cual me hizo escribir “Vista de Argenteuil”.
Cuando el licor había obrado el milagro de encendernos las mejillas y levantarnos el ánimo me contó, de manera oral, uno de sus cuentos más queridos, precisamente: “Vista de Argenteuil”.

Hoy, al escribir estas líneas, después de que ayer estuve en el cementerio, acompañándolo en el momento en que ingresó a su tumba, viene a mi memoria ese cuento al cual él tanto afecto le tuvo. Me parece como si, después de una larga conversación amena, él, de pronto, se hubiese levantado y, sin decir agua va, se hubiese integrado como danzante al baile de toritos y me hubiese dicho: “Ai´ nos vemos”.
Me pareció verlo bailar con entusiasmo, a sabiendas que sería el último baile de su vida. Allí estuve con pintores amigos suyos, tomándonos unos tragos en su memoria. Después de bailar con denodado entusiasmo, me pareció verlo cansando. Volteó a vernos y, enseguida, con su memorable sonrisa, nos dijo: “Ai´se cuidan, muchá”. Entonces, con todo y traje de bailador se metió a la caja mortuoria y se dispuso a dormir para siempre.

Una enorme tómbola de recuerdos comenzó a revolverlos; con una alegría velada por la tristeza acechante, me pareció que nos echamos los brazos a los hombros y comenzamos a caminar por los caminos de la vida, por las rutas de la amistad, a carcajearnos de nuestras ocurrencias, a buscar una cantinita para darles remanso a las palabras y, como decía Quiroa, “a hablar de los hondos problemas de la patria”.

De pronto volví a la semirrealidad; me percaté que su féretro estaba descendiendo en el foso y me pareció oírlo: “bueno, ahora voy a descansar. Ai nos vemos otro día”.

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