Maco Luna
Escritor

Era el veintiocho de octubre por la noche. Con marimba de instrumentos descendimos por la rampa de cemento y entramos al patio principal. El cielo presagiaba tormenta, o por lo menos, lluvia recia. Nos instalamos en un cuartito sellado con ventana ciega. La gente que se encontraba en la casa daba señales de haber chupado desde el mediodía. Claro que esto no nos importó para aceptar el compromiso de amenizar la ocasión.

Después de arrastrar algunos muebles, los instrumentos quedaron puestos para sonar la música tradicional de nuestro pueblo.

Ya a las ocho y veintitrés, la clientela sudaba alcohol por todos lados. Los hombres parecían mujeres y las mujeres parecían hombres. Contorsionaban el sexo indefinido a la caricia del hormigo, excitaban los híbridos al compás del blues, las cumbias, los corridos, el seis por ocho y al son de nuestras costumbres.

Un muchacho zangoloteaba a un cuerpo de cabello corto, minúscula falda negra apretada y bocota carnosa. Lo que fuera le enroscaba los brazos con sobijeo y el patojo, ya borracho, le pasaba la lengua en el cuello, en las orejas, le chupaba el sudor del pabellón. Lo muy pedo no dejaba que el chavo se percatara que el feminoide, revestido de deseo, cerraba las pestañas postizas.

En el intermedio de las tandas, yo salía al patio para recibir el fresco nocturno y allí observaba la variedad de seres raros, como extraterrestres, enanos, lesbianos, apestosos a perfumes dulzones y penetrantes. Una habitación plateada me jaló el ojo, el interior de la recámara resplandecía de un rojo vivo y, decidido entré… Compermiso, ¿puedo pasar? Sí claro, estás en tu casa me contestó el mero dueño del festeje. Llamábase Erika, más conocida como la Cuqui, ella era un marica de vaso mayor en el centro espiritista. Precisamente hoy, la Cuqui le celebraba su día a San Simón.

Oí tus cuetes,
Tomate tu trago cabrón.
Bailá tu marimba,
Que estamos contentos patrón.

Me senté y contemplé el altar…siete gradas doradas repletas de flores naturales y de plástico, veladoras de las siete potencias y de potencia normal, comida guaro y cigarros; era el camino del trono mayor.
¡Él estaba allí!

Un traje gris de casimir inglés y un sombrero de fieltro oscuro cubrían el cuerpo del muñeco. En una mano sostenía media docena de puros, mientras que la otra se apoyaba sobre un bastón de madera bien tallado. El bigotón oscurecía sus labios y de los negros ojos salía un frío mirar de maniquí.

Le busqué los pies y un par de zapatitos de charol salieron a mi encuentro gritando que la camisa y la corbata estaban a la última moda.

La gente, postrada de rodillas, se tragaba los octavos hasta ver a Dios. Parecía mentira que la figurilla produjera tal sincretismo entre lo pagano, cristiano, mundano y culto al año.

Me quedé pensando un rato en el resplandor púrpura del altar y salí presuroso a seguir tocando la pasión, según el japi berdey.

Artículo anteriorPoesía
Artículo siguienteLa ruta de Don Quijote