Tercera Parte
Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor
El asunto de “tener pueblo” que mencioné en mi artículo anterior (publicado el 13 de julio de 2018), Marco Augusto Quiroa me lo ilustró después en la práctica. Fue un día de 1990. Caminábamos a inmediaciones del mercado Colón cuando nos encontramos con Enrique Guerra Villar, periodista y caricaturista chileno que vivió en Guatemala un catizumbal de años y que mantenía, en el extinto diario “El Gráfico”, un espacio periodístico llamado La columna insólita.
-¿Qué tal vos, Maquito?
-¡Mi querido Quique!, ¿de dónde venís?
-De dejar mi columna en El Gráfico.
Luego de presentarme, le dijo con cautelosa picardía:
-¿Y a dónde te dirigís, si no es mucha indiscreción?
-A tomarme un calientito1 a Las Tablas.2
-¿Y no tomaría a mal su mercé que lo acompañásemos?
Entramos a Las Tablas. A mí, al principio, me pareció un tugurio de lo más rascuache con sus olores agrios, aserrín regado en el suelo a manera de cama para escupitajos, penumbra leve, bolos embrocados sobre el mostrador cubiertos con sus cacharpas barnizadas de mugre gruesa, multitud de moscas haciéndoles la ronda aérea y las caras de algunos charamileros que, cuando nos vieron entrar con sus ojos tecolotezcos quizá pensaron “ya nos cayó trago”; no obstante, esa primera impresión incómoda, luego me atrajeron casi todas las cosas que estaban situadas en ese Xibalbá emergido de las profundidades por la sola necesidad alcohólica.
Con Maco y Quique hubo mucho de qué hablar. Casi todo fue broma y festejo por la vida. La conversación, añadida a las personas que bebían en el interior y las charlas lentas y pegajosas que mantenían los contertulios, me llenaron de sorpresa. Nunca pensé que fuese tan fácil llegar a Xibalbá. Los vahos densos que se sentían y los corridos que, sonando, insuflaban ánimo en los contertulios, terminaron de darle el marco adecuado a esos momentos didácticos que después me serían de mucha utilidad.
-Salud, Quique; salud, Canelín.
Y luego: chilín-chilín con los vasos. Y así, durante reiteradas oportunidades, hasta que, comenzada a caer la noche, tuvimos que partir.
Pasó mucho tiempo sin que Maco mencionara los incidentes de esa tarde. Hasta que llegó la oportunidad de comentarla. La ocasión se dio meses después de un viaje que hicimos, como retiro espiritual, con los otros compañeros del grupo literario la rial academia; fuimos a El Semillero, una playa en la cual Maco tenía una casa. Por ese tiempo publicábamos, como grupo literario la rial academia, una página los días domingos en un periódico guatemalteco. La ida fue muy alegre, y llena de camaradería, tragos y fabricación de utopías. El regreso fue tenso y, por razones ideológicas y guarosas, poco faltó para que Maco y otro de los compañeros resultaran en las trompadas; sobre todo porque Maco, todavía con las secuelas de los guaros, destilaba sarcasmo e ironía terribles.
Cuando llegamos a El Semillero, desempacamos y fuimos a disfrutar la playa. Estando encalzonetados, reflexionamos sentados en la arena sobre nuestro trabajo en la rial academia e hicimos un intenso ejercicio de autocrítica. Luego regresamos a descansar y comer. Enseguida, Maco me dijo: dejemos a esos viejitos y vámonos a disfrutar. Y nos fuimos a donde estaban las ventas de comida. Allí se encontró con una vendedora de pescado, viejona gorda, de cachetes vibrátiles, dicharachera y alegrísima, con quien comenzaron a hacer recuento del recuerdo y las bromas; luego, llegaron algunos pescadores y se unieron a la alegría de la conversación. Era un hervidero de regocijo que, con la llegada de algunas muchachas, hasta un baile se armó. Como Maco era tieso como un palo para bailar, y aunque yo no era precisamente un John Travolta, tuve que sacrificarme y sacar solo la tarea danzante.
Pasamos una velada alegrísima salpicada de chistes, bromas, anécdotas simpatiquísimas, brindis reiterados y fraternidad. Concluimos el jolgorio a las cuatro de la mañana entre abrazos con las chavas, juramentos alcohólicos con los pescadores y los dedos cruzados para volvernos a encontrar. Los otros dos compañeros, no sólo no fueron con nosotros sino que, al ver que no regresábamos, se pasaron la noche en vela esperándonos; bravos por no habernos acompañado y emputadísimos cuando nos vieron regresar, abrazados y casi muertos de la risa. Pues bien, recordando ese viaje, semanas después, Maco comparó las escenas ocurridas en Las Tablas, con Quique Guerra, y las que vivimos los de la rial:
-Todas las vivencias de la vida son insumos para nuestro trabajo literario. Lo que vivimos en El Semillero y el asombro que te inundó cuando fuimos con Quique Guerra a Las Tablas son elementos que, a la hora de hacer literatura, se convierten en piezas fundamentales para que los textos que escribamos puedan ser creíbles para los lectores. Porque, si no sos creíble no tendrás muchos lectores. Y no sólo eso sino, también, que los textos estén impregnados de la sencillez cotidiana que tan difícil es lograr en literatura para alguien que no tiene contacto con la realidad y la gente de su entorno.
A partir de esas situaciones comenzó conmigo con un discurso didáctico sobre la literatura que no concluyó mientras vivió. Fue entonces cuando lo comencé a sentir un genuino maestro. Alegaba, en ese entonces, que los otros compañeros no podían aspirar a ser escritores populares porque, sencillamente, no querían tener contacto con el pueblo. “Es como escribir de sexo sin haberlo tenido” -sentenciaba.
El magisterio que ejerció conmigo lo sentí como una de las mejores muestras de amistad que he tenido en la vida. Me decía:
-Nunca le rehuyás a meterte en los escenarios del mundo; siempre está atento a lo que ves, oís, olés y, sobre todo, palpás. Si vas donde los chancles, no te comportés como un carretero. Miralos; estudiá los malabares de su falsedad, trucos, ardides y máscaras que usan para poder mantener vigencia en ese mundo. Y si llegás al mero pópulo, no te mostrés arrogante ni lleno de babosadas. Sé uno de ellos. Por encima de todo, siempre mantené encendida la maquinita del aprendizaje. Nunca dejés que se te vaya la oportunidad de aprender; si te llega a faltar, perderás también lo aprendido. Además, será un indicador de que has perdido humildad. Entonces verás que ese es un fango del cual sólo se puede salir con mucha dificultad. “En resumidas y resumadas cuentas, uno siempre debe estar en la jugada”. Quizá por eso, al final de su vida, sentenció: “Es que yo soy como ese zacate que crece en las banquetas: lo orinan los chuchos, le echan cal, los patojos malcriados lo jalonean, le cae el humo de las camionetas, pero ahí está”.3
La capacidad de observación que Marco Augusto tuvo fue extraordinaria. Aparte de su muy buena memoria, siempre cargaba en su morralito un cuaderno en el cual, después de los acontecimientos, apuntaba. Casi nunca tomó nota mientras tenía a los demás enfrente o alrededor. Su técnica para que la gente pudiera mostrarse con naturalidad, era muy sencilla. Como fue muy ingenioso, dicharachero, refranero y contador de chistes, rápidamente caía bien aún en los medios desconocidos o áridos. Y ya con la confianza de sus contertulios o contertulias, cada quien se mostraba confianzudo y todo se volvía natural; la gente se mostraba diáfana y Maco, a la vez que disfrutaba, la estudiaba con minuciosidad. Prácticamente no había detalle que se le escapara. Y cuando necesitaba conocer una reacción específica, con todos sus datos y características, él la provocaba. Tenía una artística frialdad para eso. Sabía que sus personajes debían tener una congruencia minuciosa con la realidad; por eso, antes de escribir sobre algo humano, él ya había tenido la experiencia de constatarlo en la realidad. “Un buen redactor describe; un escritor narra; para lo primero sólo se necesita saber redactar; para lo segundo se necesita talento. Para eso hay que tener la capacidad de sentir las cosas y no sólo verlas u oírlas -me decía. Después –completaba-, sólo es de añadirle las dosis exactas de ritmo, poesía y el tono adecuado a la circunstancia del personaje”. Y esa manera de aprendizaje, gracias a su curiosidad insaciable, la cultivó desde joven. Por eso dijo: “Mis cuentos por lo general están referidos a hechos cotidianos que nunca han sucedido, que nunca suceden; son pura ficción, pero mi intención es contar algo que pueda suceder. Mis cuentos no se refieren a hechos fantásticos que parecieran imposibles, sino lo contrario, dan la sensación de haber pasado en alguna parte”.4 A lo mejor, por eso se siente tanta afinidad con sus cuentos cuando uno los lee. Seducen desde el principio; parece como si uno tuviera familiaridad con los personajes y circunstancias que suceden literariamente. Dan ganas de meterse en esa realidad imaginaria.
Por ese conocimiento humano que poseía de las personas, el escritor salvadoreño Hugo Lindo manifestó lo siguiente: “Uno esperaría del pintor, una presentación plástica y cromática de los ambientes: pero no es así: Quiroa sondea, sin temores ni gazmoñería, el trasmundo psicológico de sus personajes, y de este modo trasciende el criollismo de Wyld Ospina, de Paco Méndez y de muchos otros narradores guatemaltecos, y otorga a sus protagonistas un sentido de agudísima ironía y de muy penetrante crítica social”.5
Y, como calaqueó el espacio, seguiré en la próxima entrega, si me siguen dando posada en este Suplemento de La Hora…
1 Dícese del agua de rosa de Jamaica caliente.
2 Forma de designar a la extinta cantina La Flor de Lis, que estuvo ubicada en la 7ª. calle y 13 Av. esquina, precisamente porque sus paredes eran de tablas.
3 Revista Semblanzas, en Siglo XXI, 22 de mayo de 2004.
4 Adelma Bercián, Marco Augusto Quiroa: “El color de mis cuentos se parece mucho a las palabras de mis cuadros”, periódico Siglo Veintiuno, 16 de junio de 1994.
5 Hugo Lindo en: Tzolkin suplemento cultural del Diario de Centro América, 20-09-1984, Pág. 2.