El romance entre June Mansfield, Anaïs Nin y Henry Miller es uno de los triángulos amorosos más controvertidos del siglo XX. Miller nunca quiso renunciar a Nin, aunque el amor nunca fue suficiente para estar juntos.
Miller estaba hambriento, había llegado a París en 1930 y llevaba un año durmiendo debajo de puentes y comiendo las sobras que algunos conocidos le daban. Cuando llegó a la casa de Nin, habló de su necesidad de encontrar “luminosidad literaria”, de su hambre física y sensual; de un deseo inmensurable por ser alguien en la literatura. Anaïs tenía entonces 28 años, Miller, 40.
Miller mostró a Nin, la bohemia parisina del Montparnasse, el libertinaje imperante del período de entreguerras que ella desconocía. Ella lo sedujo, le mostró el poder del deseo cuando es prohibido, lo arrastró a su cama mientras su esposo, Hug Guiler, dormía en otra habitación.
La segunda esposa de Henry Miller llegaba a París para ver de primera mano cómo vivía su marido, si eran verdad las inclemencias por las que pasaba. Llegó en 1932, para entonces Nin y Miller ya estaban enamorados, Miller le presentó a su esposa a Anaïs como una gran y cercana amiga. Las dos mujeres se involucraron en una relación paralela a la que Anaïs mantenía con Henry Miller.
El triángulo amoroso apenas pudo sostenerse un año. June Mansfield se dio cuenta de que su esposo y ella tenían la misma amante y no dudó en regresar a Nueva York con los papeles del divorcio firmados.
En 1939 abandonaron París a causa de la guerra. En Nueva York escribieron juntos Relatos eróticos. Miller se muda a California y quiere que ella vaya a vivir con él, pero Nin no abandona a Hugh, su esposo. “Me retiene por medio de mi sensación de culpa, de responsabilidad, mi incapacidad para causar dolor…”.
Miller y Nin se apagaron. Se separaron para siempre. No volvieron a olerse las mejillas ni a escupir los ríos. Se quedaron cada uno en su casa con otra persona al lado. Se volvieron desconocidos.
Tomado del sitio digital https://www.elespectador.com/noticias/cultura/anais-nin-henry-miller-eramos-tres-en-la-cama-articulo-737248
PRIMERA CARTA
Queridísima Anaïs:
Terriblemente, terriblemente vivo, afligido, absolutamente consciente de que te necesito. He de verte, te veo brillante y maravillosa y al mismo tiempo le he escrito a June y me siento desgarrado, pero tú lo entenderás, debes entenderlo. Anaïs, no te apartes de mí, me envuelves como una llama brillante. Anaïs, por Dios, si supieras lo que siento en este momento. Quiero conocerte mejor. Te quiero. Te quise cuando viniste a sentarte en mi cama –esa segunda tarde fue toda como una cálida neblina– y de nuevo oigo cómo pronuncias mi nombre, con ese extraño acento tuyo. Despiertas en mí tal mezcla de sentimientos que no sé cómo acercarme a ti. Ven a mí, aproxímate a mí, será de lo más hermoso, te lo prometo. No sabes cuánto me gusta tu franqueza, es casi humildad. Sería incapaz de oponerme a ella. Esta noche he pensado que debería estar casado con una mujer como tú. ¿O es que el amor, al principio inspira siempre esos pensamientos? No temo que quieras herirme. Veo que tú también posees fuerza, de distinto orden, más escurridiza. No, no te romperás. Dije muchas tonterías sobre tu fragilidad. Siempre he sentido un poco de vergüenza, pero la última vez menos. Acabará desapareciendo toda.
Tienes un sentido del humor delicioso; lo adoro. Quiero verte reír siempre. Te lo mereces. He pensado en sitios a donde deberíamos ir juntos, sitios oscuros, aquí y allí, en París, por el simple hecho de decir «aquí vine con Anaïs», «aquí comimos, bailamos o nos emborrachamos juntos».
¡Ay!, verte borracha alguna vez, ¡qué privilegio!, casi me da miedo de proponértelo; pero Anaïs, cuando pienso cómo aprietas contra mí, cuán ansiosamente abres las piernas y qué húmeda estás, Dios, me vuelvo loco de pensar en cómo serías cuando todo se disuelve. Ayer pensé en ti, en cómo ciñes las piernas en torno a mí, de pie, en cómo se tambalea la habitación, en cómo caigo sobre ti en la oscuridad sin saber nada. Y me estremecí y gemí de placer.
Pienso que si he de pasar todo el fin de semana sin verte, resultará intolerable. Si es preciso, iré a Versalles el domingo –lo que sea, pero he de verte. No temas tratarme con frialdad. Me bastará con estar cerca de ti, con mirarte admirado. Te quiero, eso es todo.
(Esta carta fue remitida a Anaïs por Henry Miller cuando éste todavía no era un fenómeno editorial)
SEGUNDA CARTA
Quiero decir que no puedo ser absolutamente leal, no está dentro de lo que soy capaz. Me gustan las mujeres, o la vida, demasiado… No sé cuál de las dos cosas. Pero ríe, Anaïs. Me encantaría oírte reír. Eres la única mujer que tiene un sentido de la alegría, una sabia tolerancia; no, es más, parece que me instas a que te traicione. Por eso te amo. Y ¿qué es lo que te lleva a hacer eso, el amor? Es hermoso amar y ser libre al mismo tiempo.
No sé lo que espero de ti, pero es algo parecido a un milagro. Te voy a exigir todo, hasta lo imposible, porque me animas a ello. Eres realmente fuerte. Me gusta incluso tu engaño, tu traición. Me parece aristocrático (¿suena inapropiada la palabra aristocrático en mi boca?).
Sí, Anaïs, pensaba en como traicionarte, pero no puedo. Te deseo. Quiero desnudarte, vulgarizarte un poco… no sé, ay, lo que me digo. Estoy un poco bebido porque tú no te encuentras aquí. Me gustaría dar una palmada y Voilà, ¡Anaïs! Quiero que seas mía, usarte, follarte, enseñarte cosas. No, no siento aprecio por ti, ¡no lo permita Dios! Tal vez quiera hasta humillarte un poco, ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué no me arrodillo ante ti y te adoro? No puedo, te amo alegremente ¿Te gusta eso? Y querida Anaïs, soy tantas cosas. Ves solamente las cosas buenas ahora, o al menos eso es lo que me haces creer. Quiero tenerte al menos un día entero conmigo. Quiero ir a sitios contigo, poseerte. No sabes lo insaciable que soy, ni lo miserable, además de egoísta.
Me he portado bien contigo. Pero te advierto, no soy ningún ángel. Pienso principalmente que estoy un poco borracho. Me voy a la cama; resulta demasiado doloroso permanecer despierto. Soy insaciable. Te pediré que hagas lo imposible. No sé lo que es. Probablemente tú me lo dirás. Eres más rápida que yo. Me encanta tu coño, Anaïs, me vuelve loco. Y tu manera de pronunciar mi nombre. ¡Dios mío, parece irreal! Escucha, estoy muy ebrio. No soporto estar aquí solo. Te necesito. ¿Puedo pedírtelo todo? Puedo ¿Verdad? Ven enseguida y fóllame. Descarga conmigo. Rodéame con las piernas. Caliéntame…
CARTA DE DESPEDIDA
¿Qué son las despedidas si no saludos disfrazados de tristeza? Lo mismo que el deseo y el placer de verte mientras te desnudas y te envuelves en las sábanas. Nunca has sido mía. Nunca pude poseerte y amarte. Nunca me amaste o me amaste demasiado o me admiraste como la niña que toma una lente y se pone a ver cómo marchan las hormigas y cómo, en un esfuerzo inacabable y lleno de fatiga, cargan enormes migajas de pan. Qué son aquellas noches lluviosas en medio de la cama de un hotel. Qué el recuerdo de nuestros pasos por la calle, en el teatro o en la sala de conciertos. Qué son los recuerdos de los celos y de tus amantes y de June y de mis amantes.
Anaïs, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del hombre y de la mujer un hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra historia, nuestras circunstancias; con aquello que se desbordaba en las paredes, el ruido de la calle y la explosión de tu mirada inquieta de ojos delineados en negro; con la sinceridad de tu cuerpo frágil y tu secreto agresivo e insaciable. El recuerdo puede ser cruel cuando estás volando febrilmente a tu próximo destino, a otros brazos que te reciban expectantes y hambrientos. El recuerdo de tu diario rojo que tirabas en la humedad de la cama entre tus labios entreabiertos y mis ganas de desearte. Te deseo. Te deseo con la desesperación y el anhelo de lo imposible y ya te has ido y tal vez, en un sueño imaginativo y romántico, leerás estas palabras una y otra vez, en medio de mi ciudad con la gente pasando en medio de las calles y la sorpresa en tus ojos y la gran dama con el fuego en la mano derecha.
Mi querida Anaïs, ma petite, ma jolie, infanta inquieta de sal nocturna. Te extraño cuando huyes de madrugada y te extraño cuando camino y me tomo un café en la calle; te extraño cuando June se acerca cariñosa y cuando paso por los grandes aparadores. Te extraño casi a todas horas: cuando escribo, cuando te pienso, cuando escucho las campanas que me anuncian que ya son las tres, cuando me acuerdo de las horas interminables entre humo y whisky, cuando tengo una comida que dura toda la tarde, también cuando me despido de ti cada día a la misma hora, cuando como en aquel lugar donde nos dio el aire y cuando escucho la radio. Adiós, Anaïs, adiós. Ya nos encontraremos en otras vidas y en otras vidas podré poseerte y quedarme contigo para siempre. Ya te veré en medio de la nieve y entre libros y vino. Adiós, tuyo siempre.
Henry