Leonidas Letona Estrada
Escritor

Hacía intenso frío, la neblina subía lentamente pero arrolladora, envolvente arrasadora, subiendo pausadamente las empinadas cumbres del entorno sololateco, era una densa nube blanca procedente del lago que oscurecía el campo de fútbol de la antigua Escuela Práctica semejando un Wembley, de Londres, pues la visual era tan cerrada que a duras penas se distinguían las personas, como sombras extraterrestres correteaban tras un balón, pesado, de puro cuero, fabricado artesanalmente que, cuando se pateaba levantaba, además de la neblina, nubes de polvo que bañaban a los jugadores totalmente, hasta los ojos.

Todas las tardes llegaban a aquel campo futbolero para ensayar, a practicar técnica y táctica y estrategias y demostrar sus habilidades para ser seleccionados y competir en el próximo compromiso que se avecinaba. Así entrenaban los integrantes de aquel famoso equipo “PARUGUÍ-YA” que en el idioma cachiquel quiere decir “arriba del agua” o “sobre el lago”, aludiendo naturalmente a la ciudad de Sololá que está situada en lo alto del lago de Atitlán.

Dicho club de futbol estaba invitado para sostener un encuentro amistoso, nada menos contra el famoso y afamado “Hércules” de la ciudad capital, invitación que no era para despreciarse porque era en celebración de la Feria de Noviembre en honor del Tata Presidente de la República y sabiendo cómo actuaba, se debía cumplir, además, demostrar que en Sololá también soplaban aires futboleros. Así que manos a la obra y a entrenar duro, a conciencia y como Dios manda. La cosa era en serio y la consigna era no quedar mal con la gran afición que esperaba lo mejor de sus hijos predilectos; además, aprovechar ese roce deportivo con lo más granado del fútbol de esos tiempos. Con niebla, frío y polvo entrenaron todos los días antes que llegara la hora de la verdad.

Parientes, amigos y aficionados a ese deporte, llegaron a despedir al equipo que partía hacia la capital, llevando consigo y dentro de sus morrales no solo sus enseres para jugar, sino la ilusión, la esperanza y el entusiasmo de hacer un papel decoroso, dadas las circunstancias de la época. Y ante todo dejar un buen recuerdo de aquella singular aventura. No faltaron en la despedida los Cofrades que empuñan sus “custodias” de los “Santos sololatecos”, las tesheles con sendas candelas cubiertas con la hoja de mashán por el aire que soplaba; risas, abrazos, besos y hasta una que otra lágrima adornaron aquella despedida deseándoles, desde luego, traer de vuelta el triunfo un poco lejano, pero no imposible.

Las tres de la tarde de aquel 10 de noviembre de 193…, viento frío soplaba de norte a sur de la capital de Guatemala, los arreboles del verano se reflejaban en el horizonte para hacer un marco esplendente a los volcanes Pacaya, Fuego y Acatenango, quienes erguidos y silenciosos contemplaban el grandioso espectáculo que se llevaría a cabo en el campo de aquella feria de noviembre.

Sonó el silbato y entraron al campo de juego los equipos: primero, el anfitrión o sea el renombrado Hércules Fútbol Club, los jugadores debidamente uniformados con colores llamativos: camisola blanca con franja horizontal color café oscuro, pantaloneta negra con ribetes blancos, medias blancas y zapatos negros, magnífica presentación por ser el campeón nacional. Luego el equipo visitante Paruguí-ya, modesto en su vestimenta, pero llenaba los requisitos reglamentarios que el árbitro, Ottón Bekker, de descendencia europea, revisó meticulosamente dando el visto bueno para iniciar inmediatamente el cotejo que era esperado ansiosamente por el numeroso público que rodeaba la cancha. Nuevo gorgoritazo y las dos escuadras inician aquel inolvidable juego de fútbol.

Los noventa minutos de juego transcurrieron en un ir y venir del balón, pero aquellas piernas de acero de los protagonistas eran incansables para correr por todo el campo de juego; las jugadas vistosas se alternaban para llevar peligro en ambos marcos o porterías, sin embargo, la ansiada anotación no llegaba a pesar de los gritos y vivas de la noble afición congregada en ese escenario; sombreros al aire, y gritos de alegría se confundían con las alegres notas musicales de las marchas marciales que inundaban el ambiente interpretadas por la Banda musical del cuartel Matamoros.

“Tito” Soto era el arquero del equipo sololateco, alto, fuerte y musculoso; ágil y certero en atrapar cuanto balón caía en sus brazos, y el equipo contrario lo “bombardeaba” constantemente, tiros de esquina, tiros directos, cabezazos, todo lo desviaba con facilidad, pues poseía dotes felinos (reflejos dicen hoy) para detener con el pecho, pies y manos cualquier intento para anotarle algún gol, arrojarse a los pies del rival era también una singular forma para defender su marco, importándole poco salir lesionado de estos lances suicidas que también eran aplaudidos nutridamente por los espectadores.

Ni un minuto de tregua le daban al pobre Tito Soto, estrella del equipo occidental que impertérrito mantuvo incólume su meta por casi los noventa minutos que le parecieron un siglo. “El valor va de la mano con el honor”, solía decir cuando demandaba de sus compañeros más entrega, más lucha y más sacrificio en pos del triunfo. Y el réferi daba señales de cansancio y displicente miraba su reloj que le colgaba de la cintura, fatigado y sudoroso, dada la movilidad de los dos equipos y estaba a segundos de dar el aviso final para dar por concluido el partido con un honroso empate. De pronto un gran estruendo, retumbos de terremoto, erupción de cien volcanes, zumbido de un millón de abejas, toda la feria en un solo ruido atronador, estremecedor, inaguantable hasta para el más fuerte y poderoso tímpano humano. Tito Soto alza sus ojos y con la mirada empañada por el sudor que le rueda por todo su rostro, contempla la gran mole sobre su cabeza y el gran avión bimotor, que en las cercanías de la feria levantó vuelo, pasando rugiente y rasante por sobre el campo de fútbol, deja al portero estático pues en cuestión de segundos y bajo sus piernas le anotan el gol del gane del Hércules, el cual fue festejado por los aficionados de dicho club; aún el portero no recobraba la sorpresa de ver un avión a baja altura cuando le sobrevino la pesadumbre, la tristeza, incredulidad. Tragedia individual y colectiva.

Regresaron a Sololá con la pena prendida en el alma por haber perdido el encuentro, todo por la ingrata y veleidosa desconcentración del gran portero TITO SOTO.

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