Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura

Estaba yo un día sábado sin nada qué hacer, cuando de pronto se apareció mi amigo Arturo con que lo acompañara al recibimiento de su primo Sarbelio.
-Se va a recibir de Padre -me dijo.
-¿Cómo así? -le pregunté.
Entonces se puso a explicarme que todos en la familia estaban muy contentos porque ese día le darían su título de sacerdote. Yo jamás había escuchado tales cosas, mucho menos acudir a semejante tipo de actos, pero fiel a mi creencia de que el hombre debe aprender algo nuevo todos los días, le dije que estaba bueno.
-Pero ni sabés qué, -me dijo-, primero vamos a echarnos un traguito, así ya llegamos alegres a la fiesta.
Me sentí sumamente extrañado porque, según yo, tal tipo de actos conllevan una gran dosis de solemnidad, y así se lo hice ver a mi amigo, pero éste me dijo que no, que la cosa era alegre, que iba a haber fiesta y cena y hasta baile. La mera verdad es que comencé a sentir miedo.
Pasamos a un comedor de chinos y nos tomamos algunos tragos, que fueron bastantes. Antes de llegar a la casa donde sería la recepción, Arturo quiso pasar a comprar cohetes y una botella de licor, además de aprovechar para tomarnos el último trago y llegar más entonados todavía.
Al llegar yo esperaba escuchar música pero no, sólo había muchos carros estacionados en las afueras y uno que otro grillo haciendo bulla por ahí. El Arturo colocó las ametralladoras a media calle, les prendió fuego y comenzó el relajo. En cuanto se terminaron los cohetes se puso a gritar:
-Salí Sarbelio cerote, que nada más te doy un abrazo y me voy a traerte mariachis.
Se abrió la puerta y se apareció una señora muy elegante y muy seria. Nada más fue verla para que Arturo se le echara encima gritándole, lleno de felicidad:
-Tiiíta, ¿qué tal está? Mire, aquí vengo con mi amigo para celebrar que el Sarbelio se recibió de Padre, ¿verdad vos?
Yo sólo me quedé mirando sin decir nada. La señora, con cierta evidente pena nos pasó adelante. Jamás en mi vida había visto a tanta gente tan elegante y tan seria. Y Señores Curas por todos lados, dos o tres Obispos por ahí y hasta una monjita.
-¿Y por qué no ha comenzado el baile, pues? -preguntó el pedazo de animal del Arturo. Y se reía a carcajadas y decía palabrotas y se acercó hasta donde estaba su primo y a gritos le dijo:
-Te quiero mucho, vos gran cabrón.
El nuevo Señor Cura sólo hacía una sonrisa de medio lado y toda la gente se nos quedaba mirando, entonces yo comprendí que lo mejor que podíamos hacer era retirarnos lo antes posible, pero el Arturo ya estaba alegre por los tragos y quería más, hasta que entró el nuevo señor Cura y otro señor se lo llevaron para adentro. Y yo ahí parado, sin saber qué hacer.
Encontré una silla y me senté a esperar a que saliera Arturo y nos fuéramos a otra parte, pero no solo no salía sino seguía gritando y cantando y exigiendo que trajeran a los mariachis. Me imagino que algo les disgustó a los señores Obispos porque se despidieron y se fueron, y después de ellos también los sacerdotes y al cabo de media hora ya no quedaba casi nadie; me imagino que sólo los familiares más allegados; entonces me vino uno de aquellos accesos filosóficos que le dan a todo el mundo, y uno se pregunta ¿quién soy yo?, ¿qué cosa es la vida?, ¿qué estoy haciendo en la tierra?, y cosas de esas. Y en esos mis pensamientos estaba cuando se apareció el Arturo diciendo que todos eran un hatajo de aburridos, que a él lo habían invitado a la fiesta de graduación de su primo, pero que ahí no había ambiente.
-Vámonos a otra cantina -me dijo a gritos.
Yo me fui con él porque consideré que éramos un par de individuos de conducta inapropiada, en un lugar inapropiado.
Absolutamente.

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