Juan José Narciso Chúa
Escritor y columnista

La noche apenas empezaba, era aquella zona de penumbra entre gris y negro, aquel momento en donde el día deja su espacio y su color para que la noche inicie su negrura absoluta, acompañada por el manto de estrellas y el fulgor incandescente de la luna.

Esa noche fue importante en nuestra vida, todavía hoy la siento y la recuerdo, pues al final la misma propiciaba aquella relación de amigos y cómplices, en el discurrir de la existencia. Nos habíamos conocido antes, pero hoy era diferente, pues nos encontrábamos en un compromiso político serio y sabíamos que cada acción constituía un auténtico peligro. Estábamos terminando la jornada, y a pesar del cansancio de la misma, nos llevó casi sin querer a una tienda de barrio.

Ahí en la populosa zona 6, en una tienda iluminada levemente por una bombilla amarilla y atiborrada de posters publicitarios de gaseosas, cervezas, panes, dulces y cualquier cantidad de “chucherías”, entramos sin pensarlo mucho. Una fachada sencilla, las paredes de color verde oscuro, una puerta de tubos y malla permitía el ingreso y a ambos lados un pequeño jardín, que serían unos tres o cuatro metros de frente, cortados por el medio por un caminamiento peatonal, para llegar con una señora entrada en años, a quien saludamos con cordialidad y le pedimos dos cervezas, ella contestó el saludo con seriedad, pero inmediatamente nos brindó las botellas con el líquido dorado, ambos buscamos un lugar donde sentarnos y la señora inmediatamente nos pasó dos cajas de madera con cervezas , las tomamos y nos salimos al jardincito, no era nada nuevo para ellos, principalmente cuando ambos venían de barrios marginales o bien con cierta experiencia en tomarse las cervecitas en las tiendas, sentarse sobre estas cajas era una práctica conocida y generalmente, en medio se colocaba otra caja, sólo que volteada normalmente y ahí se iban colocando uno a uno o dos a dos, los envases de cerveza que se terminaban, con lo cual se aseguraba el conteo final.

Ambos tomaron sus cervezas y sus cajas e iniciaron la plática. Primero, lo coloquial, la noche fresca, estaba serena, oscura eso sí, con poca luna, muchas estrellas y poca gente en los alrededores. Segundo, la actividad estaba concluida, las “pegas y pintas”, así como la distribución de volantes, había sido un éxito, sin presencia del enemigo, ni muchas personas, pues veían a los dos muchachos, como jóvenes inquietos, que se reúnen por la noche, bajo un poste, para la plática jovial, la pérdida de tiempo normal en esa edad; el espacio para la discusión seria que terminaba en jodedera; en chistes permanentes; en los chismes de amigos y gente del barrio o la colonia, nadie los veía con sospecha, ni con muestras de rareza.

Pero ambos sabían de quién cuidarse, de qué grupos de individuos ser cuidadosos y de evitar su cercanía o bien su acercamiento, pues sabían claramente que ello podría significar un peligro grande y serio. Las instrucciones eran contundentes. No se debería entablar pláticas con desconocidos; no debería establecerse comunicación con alguien que pretendiera iniciar una conversación permanente. Se tenía conocimiento del tipo de vehículos que deberían encender la sospecha inmediata, principalmente aquellos en donde venía un grupo de individuos, con sus fachas ya conocidas, con sus movimientos sospechosos, se sabía quién era el enemigo y debería evitarse a toda costa confrontarlos o enfrentarlos, la primera medida era evitarlos, la segunda era evadirlos y la tercera era alejarse.

Los dos muchachos estaban tranquilos, nada había ocasionado temores ni sospechas. Ese ambiente permitió adentrarse en una conversación más personal propia de su amistad, que iba más allá de este momento, pues se habían conocido muchos años atrás, allá en las aulas del Instituto Nacional Central para Varones, en donde el deporte, el estudio y las patojas, les había conducido a una amistad imperecedera, mientras que la militancia les había vuelto a juntar, sin querer, pararon en la misma célula, por pura casualidad, con ello la amistad potenció el trabajo clandestino y el cuidado de uno a otro era aún mayor.

Las circunstancias de la vida los llevaron a tratarse de usted, un trato que llevaba más respeto entre ambos, aunque obviamente no perdían la oportunidad para hacerse bromas e igualmente para las irreverencias propias de aquellos años, que no perdían vigencia, sólo que ahora estaban mediadas por el usted, nada nuevo. Se recordaron de esos años y de amigos también de ese tiempo, aquellos a quienes veían todavía, así como de aquellos que habían perdido la pista; se recordaban de nombres, de anécdotas, de sucesos vividos y que guardaban con mucho aprecio en la memoria, se carcajearon al recordar esas anécdotas, propias de la juventud.

Una de ellas se centró en las inolvidables fiestas del Instituto y Comercio, a las cuales asistían y generalmente salían hasta que terminaban, cuando ya el amanecer despuntaba, no era –recordaban ambos–, que podían parrandear hasta amanecer, no, al contrario, esto ocurría porque no había buses para moverse a las colonias después de la media noche, por ello era necesario esperar a las 6 de la mañana para tomar el primer bus del sábado.

Qué tiempos aquellos, decían ambos, no había ningún temor de andar por la noche o la madrugada. No había asaltantes, ni ladrones y si existían eran pocos, pero tampoco existía la violencia de ahora que se complicaba con su misma presencia en las calles, en donde convergían ambos bandos, con propósitos diferentes, ello le otorgaba a la noche un carácter más estratégico, así como la hacía sinuosa y difícil.

No se les olvidaba que a veces las fiestas terminaban antes de amanecer, por ello se dirigían al Dairy Queen, que estaba abierto las 24 horas, ahí se terminaba con un helado, un batido, una hamburguesa o un pastel, lo que pudieran comprar con sus exiguos centavos, era un ambiente agradable, pero todos mostraban señales evidentes de cansancio, así como algunos con vestigios obvios de una noche de copas, por lo que las condiciones eran aún más deplorables, pero en un ambiente de jodedera permanente.

Recordaban estos muchachos que en esas fiestas, conseguían siempre alguna “traida”, con quien bailar, con quien pasar agradablemente la noche, acompañados por la música del Siglo XX –una banda que tocaba las canciones de Chicago, la Torre del Poder, Sangre Sudor y Lágrimas y otras piezas de la época–, de la Marimba Conejos –que los llevaba a la época de los papás, quienes les habían enseñado el gusto por este tipo de música, así como la podían bailar–, con ello la noche y la fiesta propiciaban un ambiente de convergencia, de acercamiento, de alegría, de pasarla bien.

Por supuesto el nombre de patojas de la época no fue la excepción y ambos convergieron en el recuerdo de amigas o patojas que fueron parte de ese espacio de vida. Los nombres, los recuerdos y los hechos fueron parte de esta agradable plática, lo cual atizado por la nostalgia vinieron a proveer de un ambiente cálido a la tertulia que se vio mejorada con la suma de las cervezas.

Siguió la noche caminando y aquel par de amigos siguió platicando y pidiendo el elixir dorado, hasta que la visión rápida de un vehículo que pasó enfrente los puso en alerta inmediata. Ambos preguntaron qué habían visto y los dos coincidieron en un vehículo sospechoso y también que adentro iba no una persona sino que tres o cuatro. La alarma fue el primer detonante que rompió la tertulia; la toma de medidas al respecto fue el siguiente paso. Le dijeron a la señora de la tienda cuánto debían, ella les dio la cantidad, pagaron inmediatamente y se retiraron rápidamente.

Ambos salieron al lado contrario en donde vieron pasar el vehículo, la calle estaba vacía, recorrieron algunos metros buscando el carro en donde ellos se movilizaban, afortunadamente quedaba en la dirección que ahora recorrían. Las calles estaban con carros estacionados de ambos lados, cosa común en colonias populares, lo cual les otorgaba cierta cobertura para movilizarse. De repente vieron las luces de un carro que venía frente a ellos, lo identificaron inmediatamente y sabían que era el mismo que habían visto hace unos minutos. Ambos se agacharon instintivamente, pero buscando observar con mayor detenimiento y el resultado fue el mismo, sin duda se trataba de un vehículo del enemigo, había que salir de ahí inmediatamente.

El carro que llevaban era propiedad de uno de ellos, justamente para evitar dar sospechas, era una camionetilla Fiat, anaranjada que habían dejado parqueada en una calle interna de la colonia y que quedaba en subida. Llegaron al carro, lo abrieron y se subieron rápidamente; en ese momento vieron de nuevo el mismo vehículo, que circulaba más despacio, les aligeró su sospecha y provocó miedo inmediatamente. Cuando terminó de circular el carro del enemigo, una vieja camioneta de factura americana, encendieron la camioneta, que arrancó inmediatamente y se movilizaron hacia adelante y hacia arriba, sin saber a ciencia cierta hacia dónde los llevaba esa angosta calle.

A pesar del susto, buscaron movilizarse sin mayor aspaviento, fuera que el carro tampoco se prestaba para correr, enfilaron hacia arriba, pues era mejor evitar retornar a la calle en donde vieron pasar el vehículo que quedaba atrás y abajo. Se movían despacio pero consistentemente sin saber exactamente si adelante habría una salida, pues al llegar, se pensó ser discreto y dejarlo como si fuera otro carro de la colonia.

Al llegar al final de la subida, el susto fue mayor, pues contrariamente a existir una salida, había una escalera peatonal de varios metros, se detuvieron, observaron cuidadosamente y Sergio, sin pensarlo, se abalanzó hacia las gradas, no hubo tiempo de decir nada, ambos entendieron lo extremo de la acción, ameritaba sin duda hacerlo, pues abajo se divisaba una calle. El primer escalón fue tal vez el más duro, y de ahí para abajo el bamboleo que el carro hacía, derivado de lo sinuoso de la superficie fue mayúsculo. A partir de este momento, la situación del miedo se convirtió en hilaridad, pues los tumbos y saltos irregulares, provocaron la risa en ambos, lo cual sumado a las cervezas, convirtieron este suceso en una cuestión cómica, pues al llegar al final, se desternillaron de la risa ambos, tomaron la calle oscura y se alejaron a toda prisa del lugar.

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