Jorge Carro L.

Director de la Red de Bibliotecas Landivarianas
Presidente de la Asociación Enrique Gómez Carrillo

– Mirá vos, tenés un chingo de amigos.
– ¿Un qué?… ¿chingo? ¿Qué es para vos un chingo?
– Muchos. Muchos amigos.
– Fijáte Melvin que no. Conocidos tengo un montón, pero lo que se dice amigos, amigos, me sobran los dedos de las manos para contarlos.
A Melvin lo conocía desde poco tiempo atrás. Era guatemalteco y había llegado en el 54 a Buenos Aires, como exiliado. Tuve la suerte de tratarlo apenas arribado a La Reina del Plata y más tarde como compañero de Redacción de “La Hora”, junto a compañeros inolvidables como Juan Gelman, Juan Carlos Portantiero, Andrés Rivera, Osvaldo Dragún, Juanita Bignozzi, Roberto Hosne, Marcelo Ravoni, Héctor Agosti, entre otros.
Melvin no salía de su asombro.
-¿Cómo es posible vos?. Si la casa de tu hermana y el aguantadero en que vivís con Sonya, Ravoni, Porta y Coletta, está siempre lleno de amigos tuyos.
– Amigos no che. Conocidos. Compañeros. Camaradas. Pero para mí la amistad es otra cosa.
Posiblemente, seguí en lo mío, comiendo -como todas las tardes cuando despuntaba la noche– una picada de chorizos cantimpalos acompañados de un pan que aún hoy, me sabe sabroso y un par de vasos de semillón.
Melvin comía a veces, un pan con mantequilla y dulce de leche, acompañando a un café con leche. Esperaba comer –de hecho comía poco y nada– como todos los que cerrábamos la edición de “La Hora», pasada la medianoche. Después nos acompañábamos mutuamente por la Avenida de Mayo hacia la Plaza del Congreso, él en busca de su humilde pensión y yo del ómnibus 129 que me llevaba hasta el bulín de la Avenida Francisco Bilbao. Hablábamos de poesía y no pocas veces él recordaba con esa nostalgia que sólo da el exilio, a su Izabal natal, y me hablaba de Zacapa y Chiquimula, de “La tierra caliente”, del calor intenso y de los chicharrones con yuca.
Recuerdo una madrugada que con los amigos de la Redacción le celebramos su cumpleaños. En la ocasión le regalé unos libros de los que editábamos en “Poesía Buenos Aires” y un ejemplar de “Ciudadano del Olvido”, de Vicente Huidobro. Libros que recibió emocionado y agradecido.
Melvin caminaba por Buenos Aires como un espantapájaros, preocupado por la falta de noticias de Guatemala y sus amigos. Sus amigos cuyos nombres no significaban nada para mí entonces; especialmente los del Grupo Saker-Ti, de los que Melvin guardaba como un tesoro invalorable, algunos poemas en un cuaderno que en algunas ocasiones me permitió hojear.
Melvin no fue mi amigo y no sé por qué o mejor dicho, sé por qué, porque para mí la amistad es mucho más que darse la mano o un abrazo y compartir una comida, algunos tragos o una amena conversación. La amistad es un vínculo casi sagrado, en ocasiones por ser una decisión personal, sagrada como relación entre hermanos, a los que lamentablemente uno no elige como escoge a sus amigos.
Melvin me enseñó a mirar América; hasta entonces como el insoportable porteño que era –aunque cueste creer en algún momento fui mucho peor e insufrible que lo soy hoy– tenía los ojos puestos en Europa. Gracias a Melvin descubrí el Popol Vuj y los Libros del Chilan Balam, la poesía de Ernesto Cardenal y la de Chuchú Martínez. Gracias a Melvin abrí mi corazón a Guatebella y esta es una deuda difícil de cancelar. Pero ni aun así fui su amigo y es que la amistad no es como un len que pasa de mano en mano.
A veces pienso que el abuso que algunos hacen del concepto amistad es por complejo de inferioridad. ¡Qué necesidad de cariño debe tener un tipo que dice constantemente que es amigo de todo el mundo!…
Hoy a 33 años de la trágica muerte a manos de la Dictadura Militar Argentina, en Buenos Aires, del poeta y periodista Melvin René Barahona, autor de “Sonetos al amor suicida” y “Guitarras del exilio”, no sé por qué –y lo confieso– deseaba hablar de él y de la no-amistad, esa suerte de compañerismo que en algunas ocasiones une a dos hombres y que en nuestro caso se dio a fines de los años 50 y al filo de la madrugada, caminando por esas calles porteñas que nos crecían por los pies, hablándome él de Asturias, hablándole yo de Arlt.
“Apagad vuestras lámparas… que viene la aviación.
Apagad vuestros cigarrillos… que viene la aviación.
Apagad la sonrisa de ese niño… que viene la aviación.”
Melvin tenía en los ojos todo el dolor del exilio.

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