Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor

Cuando fui patojo, pocos podían formarse una idea de lo que en la actualidad es una autopista; por ejemplo, ir de El Trébol a la Colonia Bethania se hacía a pie o en una camioneta de la ruta BC que, desde la Quinta Samayoa, transitaba tragando polvazones porque aún no estaba asfaltada esa ruta. No existía el Puente Ingeniero Martín Prado Vélez, mejor conocido como Puente El Incienso; la palabra supermercado sólo cabía en los privilegiados que compraban en “La Puerta del Sol”, de la 7ª. avenida de la zona 9 o de quienes viajaban a Miami y venían hablando sobre esa modalidad gringa y genial de los supermarkets.

En aquel entonces, los aviones aún eran algo exóticos y no volaban sobre la ciudad a las dos o tres de la mañana, como ahora. La vida era más sosegada y no nos habían inyectado la prisa en la sangre; hasta cantinear llevaba su tiempo. En fin, las relaciones entre las personas eran más cordiales y el sentido de comunidad era muy fuerte.

De lo que más extraño con nostalgia, de ese entonces, son las tiendas. De ellas me queda una impresión como de templos de la delicia por su peculiar aroma a confituras; a golosinas que eran como el incienso que las hacía tan atractivas y venerables. Abejas y chumelos, que volaban al acecho de tales dulzuras, le daban a la tienda un aspecto de jardín en la penumbra.

La disposición de sus estanterías, que semejaban retablos para las bolsas de los muchos productos que allí mismo se empacaban, cómo me vienen a la memoria, por contraste, ahora que veo las modernas: ordenadas y firmes, reflejando el espíritu militarizado que nos impusieron los años infames de la feroz represión.

Este recuerdo de la tienda de doña Estelita, se hace intenso cuando regreso al barrio de mi infancia. He pasado con alguna frecuencia frente a donde estuvo su Tienda San Martín. Creo que desde que ella vino al mundo lo hizo para cumplir con su papel de anciana quizá porque no pudo tener hijos. Fue una mujer muy generosa cuya alegría más grande era darle fiado a casi todo el barrio.

Evoco con nostalgia a las polillas que habitaban esa tienda; desde que fui niño comenzaron a carcomer los estantes y el mostrador; esa madera de la que estaban hechos parecía que tenía podres de restauración porque nunca permitieron que los aparadores y demás mobiliario sucumbieran al destrozo. A lo más que llegó doña Estelita fue a pedirle a algún vecino que martillara alguna cuña para que se mantuvieran en pie.

De adulto, repito, llegar a la tienda de doña Estelita me hacía refrescar los años maravillosos de mi infancia. El gato, echado en el mostrador y una penumbra fresca aislaban a la Tienda San Martín de la ciudad que comenzaba a complejizarse. Al entrar, y luego de hacer el pedido, seguía un silencio que simulaba la “toma de réferi”, como se practica en la lucha libre. A continuación, comenzaba la conversación pausada y llena de anécdotas que fluía de la boca de ella: recomendaciones para evitar la picadura de los dientes, alivios para el dolor de estómago, consejos para el buen comportamiento. Siempre estaba sonriente, pero nunca la oí carcajearse. Tenía un piadoso sentido del humor. Mientras ella hablaba con los adultos, por mi paladar procesionaban quiebradientes, frutas en conserva, espumillas, canillitas de leche, colochos de guayaba, melcochas, bolitas de tamarindo, manzanillas en tusa, manías garrapiñadas o sus exquisitos helados de coco que tanta delicia le dieron a mi infancia.

Las tiendas de antes, como la de doña Estelita, eran también una especie de confesionarios y centros de consulta y ayuda. Tenderos y tenderas, como ella, eran bálsamo para las penurias de la gente. En su caso, como mencioné, fue una verdadera institución del sacrosanto fiado. A veces ni se le tenía que pedir porque ella adivinaba en el semblante las necesidades del cliente. “Lléveselo y me lo paga otro día”. Don Justo, su marido, cuando llegaba, la regañaba por esa práctica, pero ella nunca le hizo caso en tal sentido. Por eso en el barrio ¿quién no le guarda un cariño y recuerdo especial? Su calidad humana, su sentido de la comprensión y, sobre todo, su espíritu de servicio, me hacen ver en su evocación el retrato del tendero ideal.

Al morir ella, hace algunos años, su tienda al estilo de antes, quedó clausurada para siempre. Nadie se hizo cargo de ella. Nadie lo habría podido hacer. Las mismas polillas, en los últimos días de la vida de doña Estelita presintieron su muerte y, entonces sí, devoraron toda la madera del mostrador y los estantes. Sólo la cáscara maderífera quedó. Las polillas siguieron hasta la tumba a doña Estelita; sin ella ya no quisieron nada.

Artículo anteriorMelvin René Barahona, poeta chapín asesinado en el exilio
Artículo siguienteBelize vale unas buenas Guinness para borrar otras fronteras