A Eloísa, amadísima hermana en Cristo, Abelardo, su hermano en Cristo

Si aún no te he escrito alguna palabra de consuelo luego de nuestra conversión de la vida profana a Dios, no debe atribuírsele a mi negligencia sino a tu prudencia, en la que siempre he confiado mucho. Pues no creí que necesitaras esto tú, a quien la divina gracia ha hecho partícipe en abundancia de todas las cosas necesarias para que tuvieras el poder de enseñar a los que yerran tanto con palabras como con ejemplos, consolar a los pusilánimes y exhortar a los tibios. También para que hagas lo que acostumbras hace tiempo, desde que obtuviste el priorato bajo las órdenes de tu abadesa. Pues, si tan diligentemente cuidas de tus hijas, como lo hacías entonces de tus hermanas, creí que era suficiente y juzgué enteramente superfluas mi doctrina y exhortaciones.

Pero, si en tu humildad lo estimas de otro modo, y en aquellas cosas que pertenecen a Dios necesitas de mis escritos y magisterio, escríbeme sobre éstos lo que quieras, que yo te responderé según Dios me lo consienta. Doy gracias a Dios que, inspirando en nuestros corazones la preocupación por los pesadísimos y muy asiduos peligros míos, las hace partícipes de mi aflicción. Que con el favor de su oración me proteja la compasión divina, y que cuanto antes destruya bajo nuestros pies a Satanás. Para esto me apresuro en enviarte ante todo el salterio que me reclamaste con solicitud, hermana mía, alguna vez querida en la vida mundana, ahora queridísima en Cristo. Con éste ofrecerás constantes sacrificios de oraciones al Señor por nuestros grandes y muchos pecados, y por la cotidiana inminencia de los peligros que me acechan.

¡Cuánto valor poseen frente a Dios y los santos las oraciones de sus fieles, y aun más de las mujeres por sus seres queridos, y de las esposas por sus maridos! Muchos testimonios y ejemplos se me vienen a la mente. El Apóstol nos exhorta, observando atentamente que oremos sin interrupción. Leemos que el Señor dijo a Moisés: “Deja que estalle mi furor”. Y a Jeremías: “Pero tú –dijo– no quieras orar por este pueblo y no me detengas”. En efecto, a partir de estas palabras, el mismo Señor declara manifiestamente que las oraciones de los santos, casi como un freno, alejan su ira, que es sofocada para que no se enfurezca contra los culpables y exija de los pecadores cuanto merecen, como aquel al que la justicia conduce casi espontáneamente al castigo, y las súplicas de los amigos doblegan y retienen contra su voluntad. Así dice a los que oran y a los que habrán de orar por los impíos: “Déjame y no me detengas”. El Señor ordena no orar por los impíos. El justo ora a pesar de que el Señor lo prohíba, y por esto mismo obtiene lo que pide y cambia la sentencia del juez irritado. De este modo continúa Moisés: “Y el Señor fue apaciguado respecto de la destrucción a la que dijo, sometería a su pueblo”. Sobre todas las obras de Dios, está escrito en otra parte: “Lo dijo, y las cosas fueron creadas”. En este mismo lugar también se recuerda que había dicho que el pueblo merecía el castigo pero, refrenado en virtud de las oraciones, no concretó su sentencia.

Observa, pues, cuál es la virtud de la oración si pedimos como nos es ordenado. Como cuando Dios prohibió al profeta orar, y sin embargo éste, orando, obtuvo lo que pedía y apartó al Señor de aquello que había dicho. Sobre esto y otras cosas dijo el profeta: “Y aunque estés enojado, recuerda tu misericordia”. Escuchen y presten atención a esto los príncipes de la tierra, que, cuando dictan justicia, se muestran más obstinados que justos, y se ruborizan si son considerados blandos al ser misericordiosos, o mendaces si cambian su dictamen o si no cumplen algo que decidieron con poca previsión, aun si enmiendan las palabras con hechos. Diría con justicia que se comparan con Jefté, quien neciamente hizo un voto y, cumpliéndolo más estúpidamente, mató a su única hija.

Pero, quien quiera volverse miembro de la Iglesia de Dios, que diga entonces junto con el Salmista: “Cantaré para ti, Señor, la misericordia y la justicia”. La misericordia, según está escrito, exalta el juicio observando aquello sobre lo que se amenaza en la Escritura en otro lado: “Juicio sin misericordia para aquellos que no son misericordiosos”. El mismo Salmista, al observar esto con atención frente a las súplicas de la mujer de Nabal de la ciudad de Carmel, anuló el juramento por misericordia que había hecho de destruir su hogar y a su esposo, de acuerdo con la justicia. Y así, prefirió la oración al castigo, y la súplica de la mujer destruyó el pecado del marido.

En esto, hermana mía, se te propone un ejemplo. Espero te dé seguridad, porque si la acción de aquellos obtuvo tanto entre los hombres, qué no conseguirás tú con tu oración, que tenga valor para mí frente a Dios. Pues Dios, que es nuestro Padre, quiere más a sus hijos que David a la mujer suplicante. Y éste era piadoso y misericordioso, pero Dios es la misma piedad y misericordia. Y la que suplicaba era mujer de este mundo y laica, no unida a Dios por una profesión de santa devoción como tú.

Si no te bastas tú sola para obtener esto, la santa congregación de vírgenes y viudas que está contigo conseguirá lo que por ti sola no puedes. Como dice la Verdad a sus discípulos: “Donde haya dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Y un poco más atrás: “Si dos de ustedes se ponen de acuerdo en todo asunto que piden, mi Padre se lo concederá”. ¿Quién no ve cuánto vale la oración frecuente de una santa congregación frente a Dios? Si, como el Apóstol afirma, “mucho vale la oración asidua del justo”, ¿qué podemos esperar de la multitud de una congregación santa? Conoces, queridísima hermana, por la Homilía XXX-VIII de San Gregorio con cuánto juicio atrajo la oración de los hermanos a aquel que se oponía o no tenía voluntad. De ningún modo se escapa a tu prudencia lo que allí está escrito sobre aquel que, conducido al extremo, mucho padecía en su alma misérrima los peligros, y con mucha desesperación y tedio de la vida apartó a sus hermanos de la oración.

¡Ojalá este ejemplo te estimule a ti y a la congregación de tus santas hermanas a una oración más confiada, para que el Señor me conserve vivo gracias a ustedes! Pues, según atestigua Pablo, “Las mujeres recibieron a sus muertos resucitados”. Si hojeas las páginas del Antiguo y del Nuevo Testamento, encontrarás que los mayores milagros de resucitación fueron suscitados por mujeres. En efecto, el Antiguo conmemora, por medio de Elías y Eliseo, dos muertos resucitados gracias a las súplicas maternas. El Nuevo contiene tres resucitaciones llevadas a cabo por Dios gracias a las mujeres. Esto es confirmado aún más por aquellos dichos apostólicos, que mencioné anteriormente, sobre estos asuntos: “Las mujeres recibieron a sus muertos resucitados”. En efecto, el Señor, llevado por la compasión, devolvió a una madre su hijo en las puertas de la ciudad de Naín. También devolvió a su amigo, Lázaro, tras las súplicas de sus hermanas. Y, por último, cuando hizo el favor a la hija del jefe de la sinagoga, por petición del padre “las mujeres recibieron a sus muertos resucitados” pues, resucitada aquella de la muerte, recuperó su propio cuerpo, así como éstas recobraron el cuerpo de sus queridos. Estas resurrecciones fueron hechas con la intervención de unos pocos.

Así, las múltiples súplicas de su devoción conseguirán que conserve mi vida. Cuanto más grata y sagrada resulta para Dios la abstinencia de las mujeres, tanto más favorable se muestra con ellas. Y tal vez la mayor parte de los que fueron resucitados no era fiel, así como no leemos de la viuda que mencioné antes, a la cual el Señor le resucitó el hijo sin que le rogara, que haya sido fiel. Pero a nosotros no sólo nos une la integridad de la fe, sino que también nos asocia la profesión religiosa.

Dejo de lado la sacrosanta congregación de tus colegas, en la cual la devoción de la mayoría de las vírgenes y viudas sirve con constante celo al Señor, y me dirijo a ti sola, de cuya santidad no dudo que mucho pueda frente a Dios. Debes, ante todo, hacer lo que puedas por mí, que me encuentro padeciendo entre tanta adversidad. Recuerda siempre en tus oraciones a aquél que te pertenece especialmente, y en ellas vela por él con tanta más confianza cuanto más justo te parezca y, por esto mismo, más aceptable a Aquél a quien se debe orar.

Escucha, te ruego, con el oído del corazón aquello que a menudo has escuchado con el oído del cuerpo. Está escrito en Proverbios: “La mujer diligente es una corona para su marido”. Y de nuevo: “Quien encontró una mujer buena, encontró el bien, y obtendrá del Señor la alegría”. Una vez más: “La casa y las riquezas son dadas por los padres, pero una mujer prudente es dada por Dios”. También en el Eclesiástico: “Feliz el marido de una buena mujer”. Y un poco después: “Una buena mujer es una buena dote”, lo mismo que la autoridad apostólica: “El marido no cristiano es santificado por la mujer fiel”.

La divina gracia dio especiales muestras de estas cosas ante todo en nuestro reino, Francia, cuando, tras haberse convertido el rey Clodoveo a la fe cristiana por las oraciones de su esposa más que por la predicación de los santos, subyugó su reino bajo la ley divina para que, por el ejemplo de los superiores, los inferiores fueran incitados a la perseverancia en la oración. A ella nos invita la parábola del Señor: “Les digo que si no se lo da porque es su amigo, se levantará por su audacia, y le dará todo cuanto fuera necesario para que no siga golpeando”. Es por esta audacia de la oración, por así decirlo, que Moisés, tal como mencioné antes, debilitó la severidad de la justicia divina y cambió la decisión del Señor de que su pueblo fuera destruido.

Has de saber, queridísima, cuánto afecto y caridad tu congregación solía mostrarme en otro tiempo, cuando estaba presente. Pues todos los días, para el cumplimiento de cada una de las horas, solían ofrecer a Dios una súplica especial por mí. Ésta tenía primero un responso y un verso, a los que se les unían, a continuación, las preces y una oración común, del siguiente modo:

RESPONSO: “¡Señor, no me abandones, ni te alejes de mí!”

VERSO: “¡Señor, socórreme siempre!”

PRECES: ¡Salva a tu siervo, Dios mío, tengo mi esperanza en Ti! ¡Escucha Señor mi oración y vaya a Ti mi clamor!

ORACIÓN: Dios, que por medio de tu siervo te has dignado a sumarnos como esclavas tuyas en tu nombre, te suplicamos que tanto a él como a nosotras nos concedas perseverar en tu voluntad. Por nuestro Señor…

Ahora que estoy ausente, el favor de sus súplicas me es tanto más necesario cuanto más me encadena el temor del peligro. Así, suplicando les pido y pidiendo les suplico que, puesto que estoy ausente, me prueben que es verdadera su caridad frente al que no está presente, cuando terminen cada una de las Horas, uniendo las siguientes oraciones de este modo:

RESPONSO: “No me abandones, Señor, padre y dueño de mi vida, para que no me derrumbe frente a la mirada de mis adversarios: ‘no sea que gocen mis enemigos por mí’”.

VERSO: Toma el arma y el escudo y álzate en mi ayuda, para que no se regocije mi enemigo.

PRECES: Pon a salvo a tu siervo, Dios mío, que te está esperando. Envíale, Señor, el socorro y protégelo desde Sión. Será para él como una fortaleza frente a sus enemigos. Señor, escucha mi oración, y acuda mi clamor a Ti.

ORACIÓN: Señor, que por medio de tu siervo te has dignado a agregarnos como tus siervas, te suplicamos que lo protejas contra la adversidad, y que lo devuelvas incólume a tus esclavas, por ti Señor…

Si el Señor me entregara en manos de mis enemigos, si prevaleciendo, sin duda me mataran o, si estando lejos de ustedes por cualquier suceso ingresara al camino común de toda carne, les ruego que, donde quiera que yazca mi cadáver expuesto o enterrado, lo sepulten en su cementerio donde mis hijas o, mejor aún, mis hermanas en Cristo, más frecuentemente dirigirán al Señor sus súplicas por mí. Pienso que no hay ningún lugar más protector y saludable para un alma que se duele por sus pecados y está desolada por sus errores, que este verdadero Paráclito, esto es, el Auxiliador, al que el oratorio fue particularmente consagrado y señalado por su nombre. Ni creo que exista un lugar más recto entre los fieles para una sepultura cristiana que entre las mujeres consagradas a Cristo. Éstas, preocupándose por la sepultura de nuestro señor Jesucristo, lo cubrieron con ungüentos preciosos, lo precedieron y siguieron, y lo vigilaron afanosamente alrededor del sepulcro, llorando con tristeza por la muerte del esposo, según está escrito: “Las mujeres sentadas junto a la tumba se lamentaban llorando por el Señor”. Primero fueron consoladas con su aparición angélica y su mensaje de resurrección y, acto seguido, merecieron esta gracia cuando apareció por segunda vez frente a ellas y lo tocaron con sus manos.

Ahora bien, sobre todas las cosas les ruego que, si ahora padecen mucho por el peligro de mi cuerpo, ante todo se preocupen por la salud de mi alma; y que manifiesten al difunto con la ayuda de su oración especial y particular cuánto amaron al vivo.

Que vivan tú y tus hermanas en paz, adiós. Vivan, pero les ruego que se acuerden de mí en Cristo.

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