Eduardo Blandón

Desde que Mario Vargas Llosa escribió “La civilización del espectáculo” en el año 2012, ciertos sectores no dejan de deplorar el rumbo del arte en los tiempos del capitalismo puro y duro. Lamentan la frivolidad de las propuestas artísticas y el asentimiento fácil de la crítica que, superficial y complaciente, abren las puertas casi a todo.

La crítica del intelectual peruano, aunque no es original, nos pone en guardia frente al mercantilismo que trastoca y pervierte lo que tiene valor. Ello lo reconocieron en su momento, T.S. Elliot (Towards the Definition of Culture, 1948), George Steiner (In Bluebird Castle. Towards the Redefinition of Culture, 1971) y, particularmente, Guy Debord (La Société du Spectacle, 1967).

Lo anterior, se actualiza con la noticia reciente en que la obra “Salvator Mundi”, atribuida a Leonardo da Vinci, se vendió en una histórica jornada de negocios (al mejor estilo de las grandes subastas de Nueva York) por 382 millones de euros. ¿De antología? Más o menos, hay muchos más antecedentes. Se sabe, por ejemplo, que en el 2012 (el año en que Llosa criticaba a las masas en el libro arriba citado), “Les Joueurs de cartes” de Paul Cézanne, fue vendido por 190 millones de euros, el precio más alto nunca registrado en una venta privada.

El arte siempre ha sido así. Ha debido librar batallas contra el envilecimiento del dinero. No es un fenómeno de la posmodernidad, cuando más su culmen. Una breve revisión histórica constataría la presencia de mecenas comprando arte y artistas para hacerlos producir en sus propios palacios y usufructuar así esa creación que casi no entienden, pero que juzgan conveniente.

Por eso no debe sorprendernos que en nuestro siglo XXI suceda lo mismo. ¿Qué de extraño hay que un príncipe saudí, Mohamed Bin Salmán, gaste una pingüe cantidad de dinero para satisfacer su ego o para decorar su humilde morada? Recordemos que tiene una opulenta mansión en las afueras de Francia valorada por 275 millones de euros, el pequeño “château Louis XIV”.

Y aunque no hay claridad de si fue el príncipe heredero quien compró la obra de Da Vinci, atribuir la adquisición al Departamento de Cultura y Turismo de Abu Dabi, refuerza la idea del mercantilismo sempiterno del arte. Más aún, si consideramos el interés del emirato por abrir franquicias de arte para el consumo o el simple placer de posesión.

Es sabido que Emiratos Árabes Unidos quiere convertir la isla de Saadiyat (de la felicidad), en Abu Dabi, en una especie de meca de arte global. Para ello, planea a futuro acoger los Guggenheim de Frank Gehry, el Centro de Artes Escénicas de Zaha Hadid, el Museo Zayed de Norman Foster, el Museo Marítimo de Tadao Ando, la Universidad de Nueva York y… cómo no, el Museo de Louvre.

Todo ello, confirma la sospecha de que el arte siempre ha caminado, para bien y, quizá más para mal, del dinero que degrada. Con el beneplácito, claro está, de sus sacerdotes, los críticos e intelectuales venales dispuestos a formar parte del sistema corruptor que deforma la creación artística y la vuelve exclusivamente mercancía. Así lo dice Vargas Llosa:

“En la civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón”.

La industria artística es así, atiende el provecho económico y se olvida de la dimensión que va más allá de lo estrictamente material. Por ello, el arte muchas veces no ha escapado de la entropía y ha extraviado el camino en perjuicio propio. Es la razón por la que los museos, por ejemplo, se han convertido en lugares de paso, con afanes de consumo, nunca en espacios para la recreación del espíritu ni la contemplación. Y en esto han contribuido sus responsables, más administradores y gestores, que humanistas y educadores.

Tiene razón el ensayo del peruano al afirmar que “cuando el gusto del gran público determina el valor de un producto cultural, es inevitable que, en muchísimos casos, escritores, pensadores y artistas mediocres o nulos, pero vistosos y pirotécnicos, diestros en la publicidad y la autopromoción o que halagan con destreza los peores instintos del público, alcancen altísimas cotas de popularidad y le parezcan, a la inculta mayoría, los mejores y sus obras sean las más cotizadas y divulgadas.”

Por todo lo anterior, el arte debe ponerse a la altura de su vocación originaria y luchar contra la contaminación en beneficio de sí misma y de la sociedad en general. Revisar y refundar. Volver a una especie de renacimiento o esprit nouveau que permita extraer lo más exquisito del genio humano.

 

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