Primera Parte

Jairo Alarcón Rodas
Filósofo y catedrático universitario

“La psiquiatrización de la vida cotidiana, si se la examinase de cerca, revelaría posiblemente lo invisible del poder”
Michel Foucault

La niñez es, quizás, la etapa más hermosa de la vida, pero a su vez es la que menos se valora. Por alguna razón, nos olvidamos de ella, la perdemos en la dilación de nuestra existencia, no la aquilatamos. Vivir, sin percatarse de lo que son las responsabilidades, con pequeños temores, limitadas angustias, donde el castigo más severo a tamañas travesuras lo constituyen ceño fruncido, un leve regaño, unas cuantas nalgadas, es decir, nada. De 1 a 4 años las responsabilidades no existen y los riesgos menos aún.

Sin embargo, si hubo uno que otro regaño, los recuerdo. No obstante, pienso que el riesgo de sufrirlos, en nada se comparan a la extensión del gozo que me proveyó echar rienda suelta a la imaginación, al ímpetu y a la capacidad de asombro que a esa edad subvierte el accionar a través de juegos, travesuras, aventuras y uno que otro berrinche.

Sentirse libre, creerse libre retando las normas, a los convencionalismos y a la imaginación, revolcándonos en el placer, eso es invaluable. Hablo de los primeros años de mi vida, del inicio de mi existencia que los sentí eternos, hablo del placer de meter las manos en la ceniza tibia y del riesgo de toparme con el rescoldo del fuego, donde mi madre cocinaba los alimentos.

Lo confieso, gocé plenamente mi niñez, las largas horas de juego y desparpajo. Disfrutes, alegrías compensaron en mucho las lágrimas que sin duda surgieron producto de tal desenfreno. Desde mi perspectiva veía a mis hermanos como seres diferentes, que hacían y se comportaban de forma diferente. Noté, por ejemplo, que por las mañanas no estaban, por alguna razón se ausentaban por lo que toda la casa estaba a mi disposición.

No obstante, los miedos me visitaban por las noches, tal vez necesitaba la protección de mi madre, su presencia y al sentirme solo, sin su cercanía, en la oscuridad, provocaba en mí perturbación, desasosiego. Largas me resultaban las noches en las que no podía conciliar el sueño e imaginando fantasmas en el techo, sufría cierto tipo de terror inexplicable. Cualquier sombra que se reflejara en la pared me resultaba una amenaza.

Quizás por ello las pesadillas se acentuaron, fueron recurrentes por mucho tiempo. Soñé muchas veces que caminaba con mi madre por una colina, me llevaba de la mano, ascendiendo hasta su cima. Todo el recorrido lo hacíamos con tranquilidad, sin miedo alguno, pero, de repente, sin ninguna explicación me dejaba solo, soltaba mi mano y por más que quería asirme a ella, ya no podía y mis ojos se llenaban de lágrimas.

Poco a poco su imagen se desvanecía ante mis ojos, dejándome en ese lugar completamente solo, con la angustia de no encontrar el camino de retorno, con el miedo a la oscuridad que se avecinaba y la desesperación de lo incierto. Fueron días en que mi madre estuvo muy enferma y quizás por ello, mi mente fabricó tan delirante sueño. Sin lugar a dudas, el miedo a ya no tenerla causó en mí esa aflicción y con ello, las recurrentes pesadillas que se afincaron en mí por algún tiempo.

Repentinamente, percibí que estaba creciendo y, en consecuencia, que algo iba a pasar en mi vida, lo que no sabía era que todo ello era señal de que un cambio en las condiciones en las que me encontraba se aproximaba. De estar sometido al cariño de mi madre y a las órdenes de mi padre, cambiaría a nuevas condiciones, relaciones de poder donde tendría que someterme y ser sometido, en un lugar desconocido y por extrañas personas. Ciertas señales me alertaron y en cierta forma estaba preparado para lo que se avecinaba.

Pero en mi interior no entendía cómo era posible que después de pasar largos meses bajo su cobijo, a su estricto cuidado, tenía que valerme por mí mismo, enfrentarme a la vida con incipientes y exiguas herramientas. Por las mañanas, sin embargo, era otra cosa, me olvidaba de todo, de las pesadillas de la noche. El desapego era casi total, promontorios de arena fueron objeto de mis odiseas, allí pasaba largas horas entretenido con piedras, pedazos de madera y uno que otro soldado de plástico, resabios de los juguetes perdidos de mis hermanos.

Sé que fui afortunado, no todos tienen la posibilidad de contar con el resguardo de una familia y, sobre todo, con el cariño desmedido de una madre. En países donde los privilegios son para unos pocos, donde las circunstancias limitan el acceso a lo mínimo, para muchos el pan, al igual que el cariño, se mendiga. La falta de oportunidades, la frustración que eso causa, la miseria conduce a la desintegración de muchas familias, a la pérdida de valores humanos, a la violencia y a la perversión.

La niñez es la etapa más hermosa de la vida, lo repito, al menos para mí lo fue, aunque no puedo negar que a lo largo de mi existencia he vivido momentos intensos de profundo gozo, pero también y por qué no decirlo, de tristeza, angustias y desengaños. Cuando se es niño se vive sin mediar en cada acto, la reflexión que, con el paso de los años, se les exige a las personas como cierto ritual de domesticación social.

 

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