Víctor Muñoz
Escritor
Premio Nacional de Literatura

Hace pocos días recibí una llamada de Arturo. Me explicó que había decidido llevarle un regalo a su abuelita, pero necesitaba que lo ayudara porque se trataba de una caja muy grande.

-¿Y qué cosa es la que le vas a regalar? -quise saber.

-Es una sorpresa -me respondió-, pero haceme el favor, vení a ayudarme.

Siempre que tengo tratos con Arturo resulto metido en problemas, pero ahora, en vista de que hacía mucho que no lo veía, y de que contaba con algún tiempo libre, decidí acudir a su casa. Me recibió con las muestras de afecto de siempre y luego comenzó a contarme que su abuelita vivía sola en una casa enorme de por La Reformita, que los únicos seres vivos que le hacían compañía eran sus gatos y sus canarios y que tenía muchos de esos animales.

-¿Y qué le vas a regalar? -le pregunté, ya un tanto intrigado.

-Un mono saraguate. Lo tengo en aquella jaula, mirá.

Volteé a ver y, efectivamente, un mono permanecía dentro de una jaula de madera. A leguas se veía que el pobre estaba sumamente incómodo, y me miró como si me estuviera suplicando algo. Un tanto perplejo le pregunté de dónde lo había sacado, y me respondió que lo había comprado en El Guarda.

-Cuando querrás un tu saraguate o cualquier otro animal, seguro que ahí lo encontrás.

-Pero mirá -le dije-, yo tengo entendido que es prohibido comerciar con este tipo de animales.

-No lo creo -me respondió-, si fíjate que cuando me lo llevé al carro andaban un par de policías por ahí y hasta me ayudaron a cargar la caja.

-Ah, bueno –le respondí, todavía desconcertado-. ¿Y en qué querés que te ayude?

En que llevemos la jaula al carro y me acompañés a dejarla a la casa de mi abuelita.

-¿Y no es agresivo el animal, vos? -le pregunté.

-Pues yo digo que no, vieras que, aparte de que a veces se pone a gritar, se mantiene bien tranquilo. Durante estos días le he dado sus bananos y su agua y él se sienta a comer y no molesta. La verdad es que pensé comprárselo a mi abuelita porque en su casa hay muchos árboles, y como ya te lo dije, a ella le encantan los animales.

Luego de arreglar algunas cosas nos fuimos a dejar al saraguate, que la verdad, jamás mostró señales de agresividad o molestia. Se le veía resignado y tranquilo. Cuando estábamos a unas dos cuadras de la casa de la señora, comencé a escuchar el trino de muchos pájaros. Le pregunté de qué se trataba tal concierto y me explicó que eran los canarios de su abuelita. Al llegar, la bulla de los pájaros era una cosa como del cielo. Arturo agarró una piedra que había por ahí y comenzó a golpear la puerta, entonces el ruido cesó, seguramente porque los canarios se asustaron. Salió la señora, y él, muy eufórico, le dio un abrazo; me presentó como su amigo y le dijo que le traía una sorpresa. Acto seguido metimos la jaula hasta el jardín, luego él procedió a abrirla y el saraguate salió corriendo tan alegremente, que tiró al suelo unas macetas de geranios y unas canastas de colas de quetzal. Inmediatamente se subió a un árbol y comenzó a aullar. Los gatos salieron despavoridos en todas direcciones, los canarios se pusieron a revolotear dentro de sus jaulas y la señora se puso a dar de gritos, exigiéndonos que nos lleváramos al animal de su casa. Arturo puso una cara como de incredulidad. Me imagino que había pensado que su abuelita se iba a mostrar feliz por el regalo. Yo comencé a sentirme mal.

-¿Y ahora qué hacemos? Me preguntó.

-Yo no sé. Imagínate ¿a qué hora nos vamos a estar encaramando a ese arbolón para bajar al mono?

El saraguate seguía aullando, la señora no paraba de gritar y de exigirnos que nos lo lleváramos de ahí, y hasta fue a conseguir un leño, como si fuera a defenderse de algo. Yo, no sabiendo qué hacer, y viendo que la puerta estaba abierta, opté por irme a la calle, pero grande fue mi sorpresa al encontrarme con algunos mirones que, ante el escándalo del mono y los gritos de la señora, ya comenzaban a llegar para ver qué era lo que estaba pasando. Me sentí preocupado porque supuse que iban a pensar que estábamos haciendo alguna maldad, y para como están las cosas, hasta podrían lincharnos. En eso salió Arturo todo asustado, y atrás de él, su abuelita, quien todavía con el leño en las manos seguía exigiéndonos a gritos que sacáramos al mono de su casa.

-¿Qué hacemos, vos? -volvió a preguntarme.

A mí se me ocurrió que lo mejor sería llamar a los bomberos para que se hicieran cargo de la situación, y así se lo hice saber. En un momento en que se fue a tratar de calmar a la señora, yo me fui para mi casa.

Y desde entonces he jurado nunca más acompañar a Arturo en sus borrascosas aventuras. Es que cualquier día lo pueden matar o dejar mal golpeado y después uno resulta metido en problemas.

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