Por MARÍA TERESA HERNÁNDEZ
CIUDAD DE MÉXICO
agencia/AP

Cuando el cuerpo está inmóvil, encogido sobre el escenario, parece un pájaro herido: las extremidades son finas, la piel casi traslúcida, la cara oculta bajo una máscara de malla. Podría estar congelado en el tiempo y el espacio, pero entonces la maestra Yumiko Yoshioka levanta el torso, se lleva las manos a la cabeza y su cuerpo crece frente a su sombra, se hincha de músculos y estalla junto con la música que simula lluvia.

La última nota se apaga y el ruido de la lluvia real se filtra hasta el auditorio donde Yoshioka presenta ante periodistas su nueva pieza de danza butoh, una puesta en escena inspirada en “Cien años de soledad”, la obra magna de Gabriel García Márquez que recientemente cumplió medio siglo de publicada.

El butoh y “Cien años luz de soledad”, la coreografía que Yoshioka estrena hoy en el Teatro de la Danza en la Ciudad de México, tienen un origen común: la representación de un cuerpo nuevo.

El butoh nació de la guerra. A fines de los años 50, los japoneses Kazuo Ohno y Tatsumi Hijikata crearon una serie de coreografías inspiradas en el dolor de su país. A través del baile, pensaban, quizá sería posible recuperar un poco de esos cuerpos que las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki redujeron a cenizas.

El fin de la violencia no es el fin de la memoria. Para 1959, cuando el butoh de Ohno y Hijikata cobró vida bajo sus primeros reflectores, habían pasado casi 15 años desde los bombardeos, pero Japón seguía fracturado. El butoh, en consecuencia, es una danza que conduce a bailarines y espectadores a través de las tinieblas.

“No es una terapia, pero sí puede rescatarnos”, dice la maestra Yoshioka, quien actualmente vive en Alemania pero con frecuencia viaja por otros países de Europa y América Latina para presentar coreografías y ofrecer clases magistrales. “Puede levantarnos o permitirnos descender hacia la oscuridad. Para mí es como atravesar un túnel muy largo y oscuro hasta que logro ver una luz”.

La belleza del butoh no es tradicional. Los artistas suelen salir a escena con la cabeza rasurada, garras en lugar de manos y un vestuario que emula un cuerpo deforme o lacerado. Con frecuencia sus ojos están desorbitados y la boca descompuesta en muecas. La experiencia puede ser grotesca y cruda. Como todo lo monstruoso, oscila entre lo desconcertante y lo conmovedor.

La nueva coreografía de Yumiko Yoshioka nos cuestiona. ¿Podemos vivir solos? ¿Cómo sabemos que estamos vivos si no hay nadie que sea testigo de nuestra existencia?

Tomando “Cien años de soledad” como punto de partida, la artista originaria de Tokio concibió a una criatura solitaria. Su pieza no reinterpreta la trama de la novela que entreteje fantasía y realidad en las historias de la familia Buendía, en el pueblo ficticio de Macondo, sino el impacto que generaron en ella aquellos personajes “extraños”, capaces de desarrollar sus propias vidas y singularidad.

“En ese mundo tan peculiar que describe García Márquez, todos son aceptados tal y como son”, dice.

Aunque sus piezas no tienen un mensaje político —a diferencia de las puestas en escena de otros bailarines de butoh en naciones como Chile o Argentina, según refiere—, sí alumbran malestares y tristezas: nuestro mundo es frágil, violento y con frecuencia olvidamos que se nutre de las diferencias entre individuos.

“Para unirnos es importante sentirnos solos y encontrar lo que nos hace únicos. Es una especie de juego. La soledad nos unifica y desde ese lugar podemos aceptar la unicidad de los demás incluso viviendo en sociedad”, explica.

Yoshioka habla muy bajo y sin prisa. De pronto calla y su mirada cae al piso como una luz que se suaviza; el espacio sin su voz surte el mismo efecto que su cuerpo inmóvil bajo el marco del telón.

“El silencio también es música; la falta de movimiento es movimiento. Cuando la gente lo nota”, dice, “siente algo ante esa carencia”.

A Yoshioka le cuesta definir el butoh y el modo en que esta danza ha transformado su vida. Sin embargo, tiene claro que la seduce por su capacidad de tocar algo dentro de nosotros: “Es algo hermoso para mí. No solo se trata de la belleza del movimiento, sino de que pueda mover algo en nuestro corazón”.

El butoh sigue vigente porque renace en cada cuerpo que danza y articula una coreografía. Es metamorfosis, cambio, movimiento. “Es una danza de la transformación”, señala la maestra. “No solo transforma lo físico, sino también nuestro punto de vista y nuestra manera de pensar”.

Para Yumiko Yoshioka también es un misterio. “Hay presentaciones memorables en las que dejo de pensar y no necesito saber cuál es el siguiente paso”. Y entonces, dice, el butoh vuelve a ser ese viaje que nunca termina y su cuerpo es libre de moverse bajo la guía de algo que no logra comprender.

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