Por Ángel Valdés

Las fiestas han terminado. El frenético mes de gastos, convivios, reuniones y comilonas concluye con un saldo muchas veces negativo en las arcas familiares. En el frenesí de los compromisos sociales se gasta sin darse uno cuenta y cuando llega enero, se entiende el por qué se compara a este mes con una cuesta, como aquellas pendientes que se hacen eternas y por más que se quiera estirar el dinero, apenas alcanza para cubrir los gastos correspondientes.

_CUL3_1BPero que no nos quiten lo bailado. La fiesta para recibir el 2017 estuvo buena, las reuniones de amigos y amigas, terminar hasta altas horas de la madrugada, pólvora a más no poder, qué divertido fue ver las luces estallar sobre tu cabeza y abrazar a todo mundo deseándole un Feliz Año. En otros escenarios pueden darse “clavos”, al calor de las copas empezar los reclamos que pueden concluir en broncas, llamadas a la policía, van a detener al relajero y al otro día, coperacha para sacarlo del bote. O bien la fiesta en la cuadra, pactada para tres horas, pero en alegrón de la parranda, hacer colecta para pagar más horas de la disco y así ver el amanecer del otro día en pleno baile. Los patojos quemando bombas y morteros, muy lejanos quedaron los tiempos de solo cuetes o estrellitas, ahora, al ser más creciditos, pues se animan a quemar cosas más potentes.

En fin, múltiples son los escenarios para despedir un año y darle la bienvenida al siguiente, también los hay tranquilos, en que brindan, platican y al otro día tienen un almuerzo con pavo o pierna, el tamal tradicional lo han dejado para la noche, de todos modos se comen los que sobraron para la Navidad, porque con el trabajo que supone hacerlos, no quedan ganas de repetir la operación.

Pero en esa Guatemala de tradiciones que luchan por no desaparecer, en plena cuesta de enero también se viven ciertas prácticas que llegan hasta el 2 de febrero. No se sabe por qué, por lo menos quien escribe no tiene conocimiento, bueno, tampoco he indagado, se ha perdido la tradición de la fiesta de los Reyes Magos, tal vez porque no queda dinero y el tema de dar los regalos en Navidad con el argumento que los trae Santa Claus ha arraigado tanto y por eso, no se van a dar obsequios dos veces, aunque por influencia de México, cada vez se ven más roscones de reyes en las panaderías.

Aún con eso, hay cosas que si perduran, aunque cada vez menos, como las novenas al Niño Dios y el cada vez más olvidado “robo del niño”. Y en el ínterin la fiesta del Señor de Esquipulas, esto suaviza, en parte, la cuesta de enero que aún con todo, seguirá siendo dura.

Para las generaciones nuevas ¿en qué consistía el robo del Niño? En que una o uno que visitaba una casa, en aquellas que se hacían los nacimientos grandes, con marcado acento tradicionalista, en un descuido de los moradores de esa casa, se robaba literalmente la imagen del Niño Dios, se las ingeniaba para sacarlo sin que nadie se diera cuenta y una vez los asaltados se percataran de lo sucedido, ir a indagar a la casa de la sospechosa o sospechoso que al negarlo la primera vez, posteriormente confesaba el delito y se acordaba el día aproximado en que lo devolverían. Pero esto no era solo de darlo y ahí queda la cosa, no, requería una serie de preparativos para entregarlo debidamente.

Casi siempre era el 2 de febrero, al igual que el fin de las novenas al Niño, esto implicaba tener el nacimiento puesto hasta esa fecha y algo que en su momento era bonito, alegraba la casa y ponía ese toque festivo a las fiestas de fin de año, se volvía molesto, tedioso y se contaban los días para que por fin se pudiera quitar. El serrín de colores vivos pasaba a ponerse seco, la cadena de manzanilla que aromatizaba la casa se transformaba en oscura, sin olor agradable y más bien podrido, pero que luego al secarse, no olía a nada. Si el árbol era de chiriviscos pintado de plateado, empezaba a despintarse y se veía osco, más seco y pidiendo a gritos que lo quitaran. El cabello de ángel lucía sucio, el bricho ni brillaba, por supuesto que ni ganas de conectar las lucitas o foquitos daban. Era llegar a casa y encontrarse con una Navidad atrapada en el tiempo y por tanto parecía como cruzar dos dimensiones de la realidad, la de la calle con su bullicio propio del primer mes del año, la del hogar, sin que el tiempo caminara.

Durante todo el período de espera se compraban útiles escolares, porque una característica de la cuesta de enero es que lo primero que se hace una vez pasadas las fiestas, es ir a las librerías a adquirir las listas que les han dado a las patojas y a los patojos que van a la escuela o al colegio. Últimamente esto ha cambiado porque ahora eso lo dejan desde octubre, pero como estamos siguiendo una casa de las de antes, así como observadores que no somos vistos tipo Scrooge en una Navidad pasada, pues recreamos lo vivido en una residencia que fue objeto del robo tradicional del Niño.

Los días pasaban a cuenta gotas, el nacimiento desintegrándose a ojos vista, la sala con constante polvo porque al secarse el serrín, éste empieza a circular por todos los rincones de la casa, se trapea y la limpieza dura un rato. Mientras tanto, con esa sutil forma chapina de pedir las cosas, se pregunta con disimulado interés cuándo irán a dejar al Niño, los interpelados no se dan por enterados y responden chapinamente “no tenga pena, que ya se lo vamos a ir a dejar”. En la casa que habita el raptor, hacen cuentas para juntar dinero y así organizar la entrega. El calendario inexorablemente deja caer las fechas de enero y se aproxima febrero.

Las noches frías están acompañadas por cueteras esporádicas, son finales de novena del Niño que aumentan a medida que se aproxima el 2 de Candelaria ¡el Niño sigue sin aparecer!

A mediados de mes un ir y venir de peregrinas y peregrinos a Esquipulas marcan la mitad de enero, regresan con sus sombreros adornados profusamente, se les recibe con cuetes y en obsequio, regalan agua bendita traída del “templo” que es proporcionada en cantimploras o botellas que llevan quienes han sido objeto de tal reliquia.

Por fin se llega a fin de mes y una comitiva se acerca para hablar los detalles de la fiesta de entrega del Niño, se vislumbra la esperanza de dar por cerradas, por fin, las fiestas navideñas y con ello, desmantelar de una vez por todas el nacimiento que se ha hecho parte integrante del paisaje hogareño, como petrificado en el tiempo, en ese rincón en que diciembre se resiste a ser desalojado.

El almanaque marca el dos de febrero, fiesta de la Virgen de Candelaria, día de llevar candelas y también el que indica el final de novenas al Niño y entregar aquellos que no han sido devueltos. Muy temprano, por la mañana, suena el timbre en aquel hogar de nacimiento casi eterno, se atiende el llamado y son los del alquiler de las sillas de metal, que llegan a dejarlas por requerimiento de la familia que devolverá el Niño esa misma noche, la colocación de las sillas es como la señal de arranque al frenesí que durará todo el día y que alterará la vida cotidiana en aquella residencia, es una tocadera de la puerta para atender los diversos preparativos: quienes van a pegar las hojas de pacaya – es un misterio dónde las encontraron- luego otra comitiva cuya misión es colocar las hileras de manzanilla fresca pero como se han pasado dos meses casi oliendo aquel aroma, aún siendo recientes ya no causa la gracia inicial, posteriormente otro contingente se hace presente para regar el pino y un último grupo, llega a colocar unas pascuas.

Por la tarde, casi al caer la noche, la oráculo de la familia que devolverá en breve al Niño, se apersona para verificar que todo esté a punto y si no, girar las últimas indicaciones para que cualquier error o faltante sea subsanado inmediatamente. Dado el visto bueno se retira, no sin antes proporcionar la hora aproximada de la llegada de la delegación que en ceremonia solemne entregará al Niño.

Se respiran unos minutos de paz, cuando nuevamente empieza a sonar el timbre, son las avanzadillas que toman sus puestos a la espera del retorno de la imagen del Niño. Y en plenos saludos de bienvenida, la conversación es interrumpida por el estruendo de varias ametralladoras que anuncian la llegada de la misión de devolución. Una vez mermado el bullicio, se abre la puerta y a la persona que ha sustraído al Niño, la llevan con las manos atadas, pide las disculpas correspondientes a los propietarios, aceptadas las mismas se la desata y hace entrega de la imagen que es colocada nuevamente en su sitial de honor en el nacimiento, se hacen unos rezos, dirigidos por la rezadora que, como se ha dicho en entregas anteriores, era una especie de guía espiritual de la cuadra o del barrio, unos minutos de silencio y empieza el jolgorio.

Han llevado una olla de tamales y otra de ponche, en cantidades industriales para atender a la concurrencia que asiste como testigo del acontecimiento, se pone música popular bailable y una vez cenados, empiezan a bailar y a festejar que el Niño ha regresado a su casa. Cada quien pregunta pormenores del rapto y de la reacción de la propietaria, quienes repiten las dos versiones de un mismo hecho, solo que visto desde circunstancias distintas.

Las patojas y los patojos en la calle quemando cuetes, corriendo, jugando, disfrutando de aquella noche excepcional, porque a esa hora deberían estar dormidos, al otro día tienen que ir a estudiar y les toca madrugar.

A una hora de la noche no muy tarde, se retiran todos, se reiteran las disculpas, se agradece la forma en que ha sido devuelto, se ensanchan los lazos de amistad, se despiden y se cierra la puerta.

Es tal la desesperación que esa misma noche se inicia el desmantelamiento del nacimiento, la idea es que al amanecer del otro día, se vea que por fin la época de Navidad ha terminado en aquella casa. Se prometen que el próximo año estarán ojo al Cristo para evitar que esto pase nuevamente, por muy alegre que haya sido la fiesta, la espera fue desesperante y no hay ganas de repetir. De esa manera también, sin darse cuenta, han sabido sobrellevar la cuesta de enero.

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