Una colaboración de Ángel Valdés | Barrancópolis

Hasta hace pocos años, en Guatemala la Navidad empezaba el 7 de diciembre y no con el árbol Gallo, ni con las luces Campero. En aquellos tiempos de tradiciones y poca influencia aún del consumismo, la niñez pasaba sus vacaciones en las calles organizando sus actividades para vivirlas colectivamente y no en la individualidad de los aparatos electrónicos.

Todavía no se vivía la superficialidad actual con que el neoliberalismo ha impuesto unas «costumbres» fundamentadas en imágenes, fantasías y frases de superación que imperan e inundan las mentes de la niñez hoy en día.

En aquellos años la gente se enviaba saludos navideños escritos en tarjetas debidamente encargadas para tal efecto, decoraba sus casas según los productos de temporada: gusano de pino, cadenas de manzanilla, hojas de pacaya, etc. En fin, era la época que se vivía la sencillez propia de un país cuya mayoría de población era pobre, muy diferente a la pobreza actual, porque ahora es una situación auténtica de miseria en un buen número de hogares guatemaltecos.

Temporada de viento, frío, días cortos, noches largas y oscuras, la niñez contribuía a la continuidad de la tradición y por ello la agenda colectiva de las vacaciones, marcaba el ir a traer la materia prima para el fogarón. Eran jornadas, como he dicho antes, de andar en la calle, en los barrancos, en una convivencia fraterna del grupo infantil que se criaban juntos.

Una actividad obligada, por tanto, era ir a traer chirivisco a los barrancos para el día de los fogarones. Aquellas niñas y niños aún no estaban imbuidos en temáticas ecológicas, sencillamente eran eso: niñas y niños, que si mucho, el mayor temor de la época era la contaminación producida por las grandes chimeneas de las industrias en el norte del planeta y que se veían por la televisión, por lo que los fogarones no constituían el drama ecológico tal y como se percibe ahora, que hasta pareciera que son estos los causantes del cambio climático de la Tierra, en una exclusividad dudosa por cierto.

Toda niña y todo niño de aquella época, sabía muy bien que el 7 de diciembre se quemaba el diablo y por eso surgía la necesidad de proveerse de chiriviscos para animar la fogata. La «operación» consistía en ir al barranco más cercano, en aquella época era frecuente tener uno a la mano, arrancar y reunir los chiriviscos, hacerlos un alijo y subir con dicho cargamento para llevarlo a la casa correspondiente, luego dejarlo en un lugar apropiado con el fin de mantenerlo seco de manera que pudiera hacer arder el fuego el 7 de diciembre.

Parece sencillo lo que se tenía que hacer, no obstante, en la práctica, podría tener sus complicaciones por la serie indicaciones que las madres solían dar, a modo de advertencia, a sus vástagos. «No vayás a perder el machete» «ahí tenés cuidado cuando lo usés» «¡no vayás a meter el pie en el río porque te cae!», «regresan temprano, a las 5 los quiero aquí, antes que caiga la noche».

Y salía aquella expedición, tal vez con una cantimplora de agua y nada más. No existía el botellín de agua, sencillamente se lanzaban a la aventura, ya Dios proveería si era menester. Se internaban aquellas caravanas infantiles en las hondonadas que a sus ojos parecían junglas. Tampoco había mucha cultura de la defensa de los animales, por lo tanto, gusano visto, gusano apachurrado, esa práctica aplicaba para ronrones, libélulas, zancudos gigantes, sapos, ranas, culebras, alacranes y cuanta fauna vivía en los barrancos antiguamente. Niñas y niños convivían con la inocencia propia de aquellos años.

Por fin se llegaba al fondo del barranco, pero para alcanzar los chiriviscos adecuados, había que cruzar el río, saltando de piedra en piedra porque no existía un puente idóneo para tal fin. De tal cuenta que entre juegos, intento de lanzar a alguien al agua, miedos, tanteos, etc., más de alguna o alguno, metía el pie en el agua, lo que implicaba que posteriormente se le llenaría de tierra o de caca de vaca seca, porque los rumiantes solían ir a pastar en aquellos parajes.

Iniciaba la operación de recolección, los machetes poco afilados, hacían lo mejor que podían para cortar los troncos, mientras unos cortaban, otros colocaban los lazos para ir acomodando las ramas, las más pequeñas solían ser las de esa tarea. Insisto, son épocas donde no se complicaban la vida. Y así, entre cortar, seleccionar y reunir, entraba la noche, porque los días suelen ser muy cortos y por tanto oscurecía más temprano y de sopetón, sin la pausa propia de los días de «verano».

Ante el hecho inevitable del correr de los minutos y segundos, así como la caída del sol, solo quedaba juntar todo a prisa, atar los chiriviscos, acomodarlos de la mejor manera para empezar a subirlos, salir corriendo y estar pensando en la forma que cruzarían el río con aquel cargamento, porque resulta que a la vuelta era más complicado.

Colectivamente se salvaba el río, se pasaban uno por uno los bultos, hasta lograr que estuvieran todos en la otra orilla. En tal manejo de lo recolectado, no era solo un pie el que se iba al agua, sino los de casi todas y todos, así también no era raro que cayera uno de cuerpo entero en tales aguas. El viento, el frío hacían sus efectos, el primero secar las ropas y el segundo provocar los primeros estornudos, presagio de un catarro.

La caravana se enfilaba a subir por el caminito que al bajar había sido sencillo, hasta como un juego, pero ahora parecía más cuesta arriba de lo que en realidad era. Algunos nudos se deshacían por la práctica escasa en ello y por tanto, se tenía que volver a reunir los chiriviscos, atarlos nuevamente y seguir intentado subir con todo aquello.

Las ampollas, los pies mojados y las molestias de los mozotes en los tobillos, rodillas y donde sea que estos estuvieran prendidos, hacían efecto, aparte la angustia por subir, porque cada vez estaba más oscuro – en los barrancos suele oscurecer muy rápido aunque se vea en la parte superior todavía algo de luz- . Por fin se llegaba a la cima y se hacía un breve descanso para empezar a intentar quitarse los mozotes, porque aún quedaba trecho que caminar y si aparecía alguien malo, se tenía que correr.

La noche se había apoderado de todo el entorno y apenas se intuía dónde estaba el camino, porque otra de las características de estas expediciones era que nadie se acordaba de llevar una linterna, debido a que el permiso materno fijaba como hora del retorno las 5 de la tarde; la vista solía agudizarse ante aquellas condiciones porque estaba el tema psicológico de saber cómo serían recibidos en casa, dada la hora del regreso.

Por fin, allá a lo lejos, se veía la luz de un foco del alumbrado público, era el momento en que la caravana empezaba a hablar, a bromear, a contar o decir tonterías y se escuchaba con más fuerza el arrastre de los chiriviscos a medida que se llegaba a las calles asfaltadas o a las aceras correspondientes.

Mientras tanto, las madres y los padres de aquellas criaturas, estaban pendientes de su retorno, con cierta preocupación pero también preparados para aplicar los pertinentes correctivos por no haber cumplido con lo indicado. Sin embargo, a medida que avanzaba el tiempo y no aparecían los hijos y las hijas, la preocupación aplacaba la ira y lo que querían era que regresaran sanos y salvos.

La algarabía anunciaba su retorno y salían a recibirlos con la preocupación en el rostro mientras procuraban disimular lo mejor que podían, además, el ver contentos a las niñas y a los niños, mitigaba para más adelante cualquier correctivo.

Se llevaba el chirivisco al lugar seleccionado para almacenarlo. Y en esa operación venía la pregunta obligada de toda madre y/o todo padre «¿y el machete?». Por supuesto que se había olvidado ante el estrés de la llegada de la noche y que debían salir corriendo para que se pudiera subir con el mínimo de luz natural que aún había.

¿Cuántos machetes yacen en el fondo de aquellos barrancos? que, en algunos casos, han sido urbanizados y son mudos testigos de esas expediciones infantiles.

La noche del 6 al 7 de diciembre apenas se dormía por la emoción, por fin llegaba la tarde. Sacar el chirivisco, preparar la fogata, tenerlo todo listo, en algunos casos les daban un cigarro encendido con la condición de «no te lo vayas a fumar, solo es para que encendás los cuetes», regar con gas los chiriviscos, los periódicos y los cuadernos llenos del año escolar. Y sentir esos minutos que no pasaban para llegar a las 6 de la tarde.

Por fin se encendía el fogarón, los mayorcitos podían quemar cuetes, las y los más chiquitos solo estrellitas. Esa niñez era feliz, gozaba con aquella costumbre, era su noche mágica; sus luces de los sueños eran el fuego que consumía todo aquello y purificaba las calles para el día de la Inmaculada que estaba en sus vísperas.

Al otro día, el mayor logro era ir a ver las cenizas del fogarón y que todavía estuviera saliendo humo. La casa con olor a ropa ahumada y pasar horas sacando los mozotes de las calcetas y de los calcetines.


Ángel Valdez Estrada. Nacido en algún lugar del mundo el 1 de octubre de 1967. Actualmente trabaja como docente en la Escuela de Historia de la Universidad de San Carlos de Guatemala, escribe textos de investigación y en sus ratos libres redacta historias cortas de ficción.

…sus luces de los sueños eran el fuego que consumía todo aquello y purificaba las calles para el día de la Inmaculada que estaba en sus vísperas.

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