Por Leonel Juracán

Hace ya dos meses, me invitaron por correo electrónico a la presentación de la novela más reciente de Gerardo Guinea Díez, Fiticón. A pesar de que la ilustración de portada hacía pensar en un cuento infantil y el título no menos, asistí. Allí estaba el resto del combo: Javier Payeras, Carol Zardetto y José Luis Perdomo, que disertaban y preguntaban al autor sobre este libro que «establecía el eslabón perdido entre la generación que vivió la guerra y los cientos de jóvenes que hoy la ignoran». y «en lugar de aclarar la historia, sembraba en la sensibilidad de las nuevas generaciones el malestar de un doloroso silencio». ¿Cuáles eran sus fuentes? ¿Por qué en vez de hacer el relato de los horrores, se concentraba en un personaje cínico?, esas y otras cuestiones por el estilo.

Ya terminado el evento, pude conversar un momento con Gerardo, que entre otras cosas, dijo que con esta novela, intentaba cerrar un capítulo que creía haber abierto con El árbol de Adán, que era un episodio muy doloroso y cómo a través de distintas novelas ha hecho memoria de un proceso que vivió en primera persona: el conflicto armado y las persecuciones, el exilio, los vericuetos deplorables de la post-guerra negociada, hasta el vivir actualmente como editor y periodista.

Sabiendo los antecedentes del autor, a quien empecé a conocer por sus poemarios Uxul umbra y Ser ante los ojos, (la mayor parte de sus premios internacionales se deben a su poesía), esperaba un acercamiento íntimo al fenómeno del conflicto armado, tal como ya había probado en dos de sus novelas anteriores.

Si en El árbol de Adán me llevó a evocar el dolor y la impotencia de un niño que presencia la tortura y las masacres; y en Calamadres, el temor permanente de quien debe abandonar hogar y familia en pos de ideales que se ven luego traicionados, Fiticón, era la cínica mirada de fin de siglo:

Gabriel S. Lara, un consultor ramplón, incrustado en el engranaje de la corrección política y la cooperación internacional se encuentra con un grupo de ex-combatientes que poco a poco le van contando la historia inmemorial de la resistencia en Guatemala, de sus luchas, los muertos y desaparecidos. Le ayudan a registrar el número de sobrevivientes, para dejarlo finalmente con su silencio acusatorio ante la realidad actual, plena aún de miseria y violencia, con juicios que se convierten en circo, consultores internacionales que se llenan la boca de consignas sobre derechos humanos y respeto a las víctimas, mientras se atascan con licor de importación.

Admito que desde sus primeras páginas este libro me infundió coraje, no ese coraje del que hablan las películas hollywoodenses sobre guerra, sino en el uso que Marco Antonio Solís hace de dicho término. Las alocuciones fijas para hablar de los problemas sociales guatemaltecos: «Se crearon una identidad a partir de su enemigo», «Se necesita sangre fría para vivir inmerso en ése daño», me recordaron la rabia infantil que sentía cada vez que mi abuela materna, orgullosamente ladina y jutiapaneca, decía con gesto teatral: «Se avecina la tormenta» (¿Cómo está doña Tormenta? ¿Ya pagó su boleto de ornato? ¿Cuántos hijos tiene? ¿Piensa abrir algún su negocito?). Luego, están las citas bibliográficas que el personaje principal, Gabriel, hace constantemente para presumir de lector asiduo, de Thomas Mann, Derrida, Vila-Matas, Philip Roth, Tao Te Ching, etc. Como se preocupa nada más por seguir haciendo malabares discursivos en consultorías que nada le importan, mientras tenga el cheque para vivir holgadamente otro medio año, como sigue, al mejor estilo de las novelas terratenientes, idealizando encuentros sexuales con mujeres campesinas, para luego decir descaradamente que un viaje a Panamá, con gastos pagados y sol por una semana es regresar al mundo verdadero.

Gerardo Guinea desnuda así al personaje que deambula desde hace veinte años entre teatros, cafés, y centros culturales, ahora convertido en figura pública de la posguerra: El consultor.
El relato, hecho en primera persona se va haciendo cada vez más insoportable, conforme uno va descubriendo la tramoya oxidada que lo sustenta: Una apología de María Magdalena con el nada cristiano nombre de Piedad ¿Será porque el consultor se considera una especie de Cristo con la cruz a cuestas por las espeluznantes confesiones que debe escuchar? Un espejo negativo en Susana, su novia española, que permanentemente le critica su falta de compromiso y socarronería, que termina por abandonar la Guatemala de posguerra en busca de la guerra verdadera de Ruanda y una bruja mala, que es su jefa en la cooperación internacional, que se convierte en buena después de tener sexo con él durante una borrachera.

Pero claro, no estamos aquí en «El mago de oz». El camino amarillo aquí está manchado de sangre, y los simios con trajes militares no necesitan tener alas.

Gerardo Guinea desliza en la novela algunas reflexiones que acusan tanto a la izquierda: «Ninguna de las organizaciones revolucionarias reclamó el paradero de sus militantes «; como a la derecha anticomunista, «ésa ira delgada que no respeta a las víctimas. Un discurso legible para ellos, e indescifrable para quienes sufrieron las atrocidades». Sin dejar de lado, por supuesto, a las nuevas generaciones: «Las generaciones que no vivieron esos años, tratan de abrirse paso entre ruinas, o quizá se quedaron como mendigos, intentando salirse de ellas, sin saber que todos seguimos perdidos en ese laberinto».

Para e sta generación, que asume discursos sin entender sus causas, Fiticón ofrece algunos datos: 42 años de contrainsurgencia. En 400 mil documentos se reporta el delito de secuestro. Sólo en los primeros 60 días de su gobierno, Lucas García ya había asesinado a 4,000 ciudadanos. Según CEPAL y UNICEF, en el país más de medio millón de niños murieron de hambre entre 1960 y 2000.

Ahora para el lector «cómplice», también hay momentos graciosos, como ser espectador de una balacera en la reforma mientras se empina una copa de chardonay, paseos por centros culturales, inolvidables tertulias áfter pari y las infaltables visitas a escritores nonagenarios.

Quizá la cita que guarde por más tiempo en la memoria sea ésta: «La idea de revolución dejó de producir significados, no por su antigüedad, sino porque codifica experiencias que se volvieron intraducibles para la mayoría de la población».


Leonel Juracán. Un tipo que nació hace como 34 años, salió del IGSS de Pamplona en brazos de su madre. Juracán lee, camina mucho, dizque estudia, a veces ciencias y otras veces pajas humanistas, se embriaga con facilidad y se apasiona por la cultura, sea ésta alta o baja. K’aqchikel desclasado, según linaje y racismo guatemalteco.

«La idea de revolución dejó de producir significados, no por su antigüedad, sino porque codifica experiencias que se volvieron intraducibles para la mayoría de la población».

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