Por Juan Calles

Esa noche tenía una cita con una persona que me vendería una cámara fotográfica, el vendedor me aseguraba que la cámara era capaz de fotografiar el pasado de la gente. Picado por la curiosidad hicimos una cita, la cámara funcionaba únicamente de noche, así que la reunión se pactó para las veintidós horas. En la esquina de la once calle y sexta avenida de la zona 1.

Yo llegaba desde el otro lado de la ciudad, en la zona 6 descubrí el bar más kitsch jamás visto; me acompañaba una hermosa mujer con trenzas en el cabello; pero esa historia la contaré en otro momento. Al llegar, el vendedor lucía nervioso, le pregunté si pasaba algo, me dijo que tenía hambre, que debía comer algo antes de hablar de negocios. Yo estaba ansioso por probar la capacidad de fotografiar el pasado de la gente; pero acepté invitarlo a comer algo. Por lo avanzado de la noche ya todo estaba cerrado, así que pensé en proponerle un tour gastronómico por las calles de la ciudad con la condición de atestiguar el funcionamiento de la cámara; felizmente el vendedor aceptó.

Nuestra primera parada, los tacos de la recolección, la luz amarillenta parece sucia y grasosa, pero el olor que se esparce en toda la cuadra es glorioso; hay dos muchachos preparando los tacos, lucen concentrados y apresurados, un profesor de primaria ya degusta una gringa y un café instantáneo. Los muchachos vienen de Santa Elena Barillas, Huehuetenango, un lugar más cerca del cielo que de esta ciudad gris y apestosa. Afirman que el éxito de sus tacos está en el sabor mexicano que le imprimen a la preparación. El profesor de primaria asiente con la boca llena, gimiendo con placer.

Pedimos una porción de tacos; Q16.00 para un plato con tres tacos de buen sabor. Uno de los muchachos afirma que su sueño es tener una carreta propia y no tener que trabajar para alguien más; mientras lo afirma su rostro se ilumina con una luz de ensoñación. Eso me recuerda la cámara, le pido al vendedor que me deje probar las capacidades del aparato; él deja sus tacos por un lado, se chupa los dedos y saca la cámara de su bolso, parecía una cámara cualquiera, intenté quitársela de las manos pero la arrebató con violencia, solo yo la utilizo, me dijo con firmeza. Buscó un ángulo, probó otro, ajustó un botón redondo de la cámara y presionó el obturador, el sonido de la cámara anunció que se acababa de realizar una fotografía. Abrió una pequeña pantalla y me mostró el resultado con cierto orgullo. El muchacho que hacía los tacos aparecía en la fotografía pero siendo un niño que jugaba entre las polvorosas calles de Barillas, llevaba un carro de plástico en una mano y en la otra una servilleta de trapo llena de tortillas. Lucía feliz.

Seguía con ganas de tomar una fotografía con esa cámara que extrañamente registra el pasado de la gente, así que le pregunté al fotógrafo si deseaba probar las mejores papas fritas de la ciudad, él me miró sospechando mis intenciones, pero decidió aceptar mi propuesta, igual, sabía que no me permitiría usar la cámara hasta que la pagara en efectivo, billete, sobre billete.

Llegamos a la esquina de la 11 avenida y 15 calle “A”, allí está imponiéndose legendario El Costumbro que ha estado allí desde hace 60 años; al inicio, la gente solía ir a comer a El Costumbro luego de un clásico entre Rojos y Cremas, no era raro encontrarte allí con los jugadores de ambos equipos.

Hoy quedan su estilo setentero, escondido en las ajetreadas sillas y mesas, la barra de madera y los adornos de espejos ochenteros, algunos comensales aseguran que de vez en cuando se ven parejas bailando canciones de Alci Acosta, aunque nadie baile y la música sólo sea un eco ensordecido.

Doña Silvia trabaja desde hace al menos 34 años en el lugar, lo hace con la misma energía y pasión que el día uno, mientras cocina sobre grandes estufas industriales afirma que El Costumbro es su vida y por eso lo hace con las mismas ganas del inicio.

Doña Silvia corre a mover algo que se quema en un sartén, corre de nuevo a la barra pues alguien pide otra cerveza, corre otra vez a cobrar una mesa, no para, no parece cansada, pero seguro le duelen los pies.

En El Costumbro venden cenas tradicionales, frijoles volteados, huevos, queso, crema. Pero también preparan las mejores papas fritas de la ciudad, una porción de este exacto acompañamiento para la cerveza helada cuesta únicamente Q10.00 y seguramente vas a pedir dos porciones más. No he encontrado papas fritas tan bien hechas en ningún otro lugar. Su éxito se debe a ese sabor a comida casera, de comida de abuela que tienen. Un asiduo de El Costumbro nos da la razón, “yo vengo aquí porque vienen todos los del barrio (Gerona) y nunca hay problemas, la música es bajita y no molesta a nadie, yo vengo aquí porque es el restaurante del barrio, yo vengo aquí por complicidad y familiaridad”. En esa identificación con la comunidad radica el delicioso sabor de las papas de El Costumbro.

Mientras el fotógrafo engullía unas papas fritas bien enchiladas yo intenté tomar la cámara y probarla, quería conocer su truco, cómo era que capturaba el pasado de la gente, pero estaba muy atento y logró arrancarme la cámara de la mano. ¿A quién? me preguntó como retándome. La respuesta era lógica, Doña Silvia dije con ansiedad.

El resultado me dejó un buen sabor de boca, él enfocó a Doña Silvia cocinando frente a un gran perol de aceite hirviendo. Pero al ver la fotografía registrada en el aparato aparecía una muchacha que sonreía muy feliz, estaba parada frente a la reluciente barra de El Costumbro que se encontraba adornado como para fiesta navideña, lucecitas de colores, pino, hojas de pacaya, y ella con la mano izquierda levantaba el bies de su falda blanca que se entallaba en su pequeña cintura, en el pelo usaba una diadema gruesa también blanca. Lucía bella.

La mujer de trenzas aún estaba conmigo; ella tenía antojo de vigorón. Le dije en voz baja al vendedor que debía complacer el antojo de la hermosa mujer, acompáñeme y allí cerramos el negocio, le pedí casi como un ruego, ¿En dónde vamos a encontrar esa comida? Preguntó casi seguro de dejarme sin respuesta, pero le pedí que nos llevara a la 9na avenida entre 17 y 15 calle, allí están los comedores nicaragüenses.

Nacatamales, vaho, vigorón, sopa de mondongo, gallo pinto, queso asado, refresco de cacao, de chicha, de chía con tamarindo, manjares nicaragüenses que no te decepcionan, te llenan y te dejan con ganas de repetir. ¿Querés una Toña amor? Te preguntan con ese acento tropical y caluroso. Buenos precios por la cantidad de comida que te sirven, deliciosa y nutritiva.

La hermosa mujer de trenzas comía con fruición, las mujeres que atendían las mesas lucían sus escotes y sus amplias caderas, todo sonrisas y amabilidad, el negocio de la comida nicaragüense existe desde hace 30 años, son mujeres nicaragüenses quienes cocinan y ponen la sazón que solo ellas saben dar. “Cocinamos con amor porque con eso le damos de comer a nuestros hijos” dicen mientras sirven otro volcán de gallo pinto. A parte de las manos nicas que elaboran esa comida, el éxito radica en que la materia prima la traen directamente de la tierra de Ernesto Cardenal.

Ahora sí dejame usar la cámara le pido al vendedor, “Que la use ella” me responde con malicia, la hermosa mujer de trenzas se empinaba una Toña en lata, pero aceptó el reto, tomó la cámara y enfocó a la dueña del negocio que en ese momento llenaba un vaso con refresco de chicha. Cuando revisamos el aparato para observar la fotografía registrada, nos encontramos con una niña que tenía en la boca una paleta de fresa y se limpiaba las manos enmieladas sobre el vestido de puntos blancos sobre un fondo rojo. Terminamos la deliciosa comida y nos dirigimos a un último punto de comidas nocturnas.

Pasaba de la media noche cuando llegamos a la esquina de la 7ma avenida y 9na calle, muy cerca de los bulliciosos y atiborrados bares de la zona 1, el mal gusto y la estridencia de la música se escucha a lo lejos. Una señora y dos muchachas colocan grandes trozos de carne sobre una hermosa parrilla que con carbones al rojo vivo cocinaban carne de cerdo, de res, frijoles negros, y arroz. Me llama la atención un trozo grande de costillas de cerdo. Lucen grasosas, condimentadas, idílicas. La señora nota mi deseo y me comenta que es lo que más se vende. Después de una farra de horas, los noctámbulos hambrientos llegan a rebajar los efectos del alcohol con un buen trozo de costillas.

A mi lado hay un muchacho de unos 25 años, obeso y borracho, respira con dificultad y de cuando en cuando levanta una lata de cerveza que posa en el suelo, el plato en sus manos rebosa de carne y frijoles. ¿Que está comiendo joven? Pregunto indiscreto, él limpia su boca con la mano, traga y responde, es un “De todito” un volcán de carne asada y viandas rebosando el plato de duroport. Se pagan Q35.00 por un “De todito” y luego de eso estás listo para el after comenta el muchacho que no para de comer.

Este puesto de carne está en ese lugar desde las 8 de la noche hasta las 5 de la mañana, han visto muchas cosas suceder frente a su puesto a lo largo de los 10 años que tienen de llegar los fines de semana a aliviar las penas dipsómanas de sus clientes. Pero a lo que más le temen es a la municipalidad que constantemente amenaza con echarlos del lugar. “Ésta es mi forma de vida y voy a seguir hasta que pueda” asegura una de las mujeres que al hablar parece roble imbatible.

Sin pedirlo, sin solicitarlo el vendedor me ofrece la cámara para que por fin pueda probarla, miro por el visor, mido la luz, enfoco, aprieto el obturador, la cámara hace el sonido característico y siento un cañonazo de viento en el centro de mi pecho. Al revisar el resultado, veo a la señora con una bebé en los brazos, la alimenta con sus pechos, la otra niña, un poco mayor, sentada en una pequeña silla de madera, muestra sus mejillas manchadas de frijoles, las tres miran directamente a la cámara.

Compré el aparato, lo envolvimos en un pañuelo rojo de puntos blancos, el vendedor hizo un nudo, yo hice un segundo y la hermosa mujer de trenzas remató con un nudo doble. Esperamos la madrugada y dejamos el aparato fotográfico entre las cenizas aún incandescentes. Nos retiramos con el desvelo en los ojos y sabor de comida callejera en la boca. Coincidimos en dejar un exvoto a la comida callejera porque nos conecta con lo que fuimos, con lo que hoy somos, lo que cocinamos y lo que comemos nos conecta con nuestros ancestros. Vuelvo a ser niño cuando los sabores atacan mis papilas gustativas.

El vendedor, la hermosa mujer de trenzas y yo caminamos silenciosos y satisfechos, estoy seguro que intentábamos retener los sabores y los olores que experimentamos la noche anterior, por eso no hablábamos, respirábamos suavecito, esperando nunca olvidar la comida de esa noche extraña y vital.


Juan Calles. Periodista, documentalista, lector de tiempo completo, ha facilitado el taller de narrativa del Centro Histórico. Autor de “Triciclo”, libro de cuentos cortos. Nació en mayo del 73, pero no está seguro de ello.

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