Por Juan B. Juárez

El paisaje es un género artístico que en Guatemala, país que alberga a una sociedad que no termina de conocerse y reconocerse, juega todavía un papel importante, pues a través de él tanto el artista como el espectador no solo reconocen la tierra a la que pertenecen sino que se apropian afectivamente de ella. Sin embargo, en los últimos años el paisaje ha devenido en mera producción artesanal de imágenes repetitivas de lugares comunes que explotan, por un lado, el pintoresquismo nacionalista y, por otro, la demanda de suvenires de turistas desorientados. De ahí que los artistas más serios se esfuercen en renovarlo y recuperar la autenticidad y la verdadera función de este tipo de pintura, ya sea descubriendo nuevos parajes, volviendo a orígenes de la “visión paisajista” o intentando racionalizar y formalizar a la moderna la belleza espontánea de la naturaleza y de los poblados que viven a su sombra.

Originario de San Cristóbal Verapaz, Alta Verapaz, Roberto Barahona pinta paisajes desde los siete años, y como parte de su formación autodidacta ha seguido a los paisajistas que lo antecedieron por toda la región del paisaje: el occidente del país, incluyendo el altiplano, las ciudades de Antigua y Chichicastenango y el infaltable lago de Atitlán. Sus paisajes, sus versiones pictóricas de esos lugares tienen, sin embargo, el distintivo inconfundible de la luminosidad que aporta su mirada, formada originalmente en su pueblo natal, en medio de una naturaleza que es más exuberante, más cercana y acogedora y también más vitalmente ineludible.

A sus 33 años, dueño ya de un oficio exigente, consciente de su mirada original y de una paleta consecuente con ella, así como de las particularidades lumínicas y naturales de su entorno y de la problemática estética y filosófica implícita en el ejercicio del paisaje, Barahona ha emprendido el proyecto de “redescubrir” el paisaje de Las Verapaces. No solo son los nuevos parajes y sus inéditas atmósferas naturales y humanas que vendrían a ampliar la tradición paisajística, sino sobre todo una nueva actitud a la hora de pintar, marcada sobre todo por la autenticidad de los sentimientos y la fidelidad y el respeto a la “visión paisajística” que se trata de expresar.

El resultado de pintar desde esta perspectiva espiritual han sido hasta ahora esos paisajes más íntimos que espectaculares: escenarios naturales que invitan más al ensimismamiento silencioso y a la meditación solitaria que al asombro expresivo ante lo grande y prodigioso, y que provienen más de la cercanía vivencial con el ambiente que de la observación objetiva y lejana de la naturaleza. Y es que el pintor mismo no se ha desprendido totalmente de los vínculos culturales y afectivos que lo atan a ellos, y de allí que su método pictórico y filosófico sea más bien el diálogo cordial con esos lugares, y que la imagen creada tenga por eso el carácter y el calor de una verdadera experiencia humana.

Aunque técnicamente bien construidos, las imágenes que Barahona rescata y resguarda en sus cuadros tienen algo de frágil y fugaz que se relaciona más con las preocupaciones ecológicas de nuestra época que con las sutilezas del impresionismo: una vivacidad muy fresca y espontánea, un equilibrio vital y una armonía que resulta vivificante para la imaginación y el pensamiento que se sienten allí cálidamente acogidos. Aunque en la génesis de estas imágenes las cosas quizás ocurran en sentido contrario, es decir que es la sensibilidad del artista la que, necesitada de estas identificaciones, “descubre” estos parajes en los puede sentirse en casa, llevando, de paso, el tema ecológico a nivel de alarma y compromiso personal mucho más concretos y apremiantes.

Y esos parajes pintados por Barahona no invitan simplemente a la contemplación “desde afuera” sino que propiamente introducen al espectador en las intimidades y misterios de los bosques húmedos de las tierras altas, en el juego de las luces, las sombras y los mil matices de verde que modelan a los árboles, en la fresca sensación de las aguas renacidas y transparentes de Semuc Champey, en los senderos por los que la gente camina hacia su destino, en la meditación de los árboles que se ven reflejados en los tranquilos recodos de los ríos entre guijarros multicolores desprendidos de las montañas milenarias.

Pero no es tanto la belleza de la naturaleza en lo que radica el valor artístico de sus creaciones: es sobre todo el concepto del paisaje como experiencia vivencial lo que le da a la obra entera de Roberto Barahona su pertinencia existencial, su vigencia expresiva y su actualidad temática, precisamente en esta época en la que la humanidad pareciera estar perdiendo el espíritu entre las maravillas tecnológicas y los espejismos que el consumismo no cesa de producir.

Artículo anteriorMúsica nueva en una escena anacrónica
Artículo siguienteHistoria de una noche extraña y vital