Pablo Sigüenza Ramírez

Hoy sufrí una conmoción. De esas noticias que te sacan del vaivén parsimonioso de la cotidianidad y te meten en recuerdos impregnados de aventura. A eso de las cuatro de la tarde caminaba por la segunda avenida y tercera calle de la zona 1. Venía de comprar un par de melones verdes, una mano de mandarinas y una hermosa piña cultivada en el Jocotillo. El peso de la bolsa de plástico negro era ya considerable. A estas alturas de la vida, ese peso y una espalda con dolores permanentes no son buena junta. Así que sobre mis pasos llevaba la esperanza de que una camioneta roja parara en cualquier momento y por el precio de un quetzal me adelantara unas cuantas cuadras a la esquina de mi casa. ¿Qué onda vos, cómo estás, venís distraído, vaa? Fue el saludo de un cuate de mi carnal, borrachos y guitarristas ambos. Si vos, ando viendo si pasa una burra de las que van para la Maya, contesté. Vos, esas mierdas dejaron de existir, fueron las palabras del chavo. Demoledoras. La existencia se te mueve con esas verdades. Lo despedí y no pude más que caminar y recordar cuando de patojo acompañaba hasta la zona 18, a una novia que tuve. Subidos en uno de esos ruleteros que iban a la colonia Maya, ella con su vestido de colegiala y yo con mi adolescencia a cuestas. Ella salía de estudiar a las seis de la tarde, esperábamos el bus en la segunda avenida y novena calle, frente a lo que fue el bar Guadalajara. Nos íbamos parados hasta la dieciocho calle, donde el resto de mara se bajaba. Entonces lográbamos agarrar lugar para sentarnos juntos, casi siempre hasta atrás de la camioneta. El tirón era largo hasta la 18. Ella se despojaba del suéter azul y lo colocaba sobre sus piernas a modo que cubriera hasta arriba de su cintura. Yo hacía lo mismo con mi sudadero negro. El bus se iba llenando y una vez arrancaba, el chófer apagaba las luces internas. Afuera, las luces del alumbrado público avivaban la noche, dentro del bus la penumbra era débil, la gente era shute y nuestra desvergüenza era enorme, así que aprovechábamos el camino, dándonos tórridos besos y manoseándonos que daba gusto. Los mirones del bus fingían, la mayor de las veces desinterés, pero con el rabo del ojo no perdían detalle. Es seguro que tanto las doñas, como los doncitos, llegaban a casa, dispuestos a enamorar a sus convivientes. Hoy ya no existe la ruta Maya. Aún no me la creo.

El tirón era largo hasta la 18. Ella se despojaba del suéter azul y lo colocaba sobre sus piernas a modo que cubriera hasta arriba de su cintura. Yo hacía lo mismo con mi sudadero negro.

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