Por Andrea Morales

Sin dejar de lado el despojo, la resistencia y la tensión que se vive sobre y por la tierra, por la alegría y las ganas frecuentes de inmolar sin su permiso este sistema con la esperanza de que sus cenizas sirvan más que sus promesas, tenemos que admitir que estamos en medio también de lo que la academia, con sus grandes términos, nombraría como una guerra epistémica.

Guerra de conquista y represión sobre qué formas de conocimiento y qué miradas sobre la realidad son válidas y cuáles no. Quién puede hablar, qué caminos tomamos para construir conocimiento, desde dónde nos enunciamos para afirmar nuestras existencias.

Y lo que pasa es que el mundo en que nos ha tocado (sobre) vivir, está plagado de construcciones discursivas de relaciones dicotómicas, oponiendo como contrarios partes fragmentadas de una misma experiencia. Por un lado hombre, por el otro mujer, por uno la naturaleza, por el otro la especie, por uno los sentimientos, por el otro la razón. Por uno la ciencia, por el otro, muy muy lejano, el arte.

Pero hay diálogos que se han construido en medio de estas brechas, y este es el caso de la mirada de dos disciplinas en las que me he formado (la antropología y el cine); ambas, desde distintas perspectivas, condensan los rodeos que damos para irremediablemente construir relato, narración sobre los otros, y con esto, realidad.

El cine y la antropología: ambas disciplinas bastardas que surgen en medio del proyecto colonial de Europa como una forma de acercarse a espacios exóticos. Para el cine, y en especial el documental, la exhibición de poblaciones indígenas, lejanas e incomprensibles, se convirtió en el producto de entretenimiento por excelencia.

Pero los Lumiere vaticinaron su pronto final: el cine -dijeron-, no tiene futuro. Y en cierto sentido no lo tuvo nunca bajo ese paradigma, fue el abandono casi completo del género documental lo que permitió el desarrollo y experimentación de recursos estéticos para la ficción, que habrían de regresar con total fuerza para insertarse en el documental contemporáneo.

El célebre ejemplo de Flaherty y su obra Nanuk el esquimal, nos recuerdan que ya hace décadas ha habido documentalistas que argumentan que la fidelidad a lo real se alcanza no a través de la neutralidad, sino más bien a partir de la intervención.

Por otro lado, la antropología, tan irremediablemente cercana al discurso de las ciencias, entró a un debate que perdura en la actualidad, sobre cuál medio es el mejor, para ver, con la vista limpia de prejuicios, a los otros. Una especie de ejercicio teórico para hacer de la vista humana una cámara fiel. Se decidió, bajo un consenso discutible, que la figura del antropólogo debe ser un instrumento que amplifique la realidad, como un microscopio, pero que nunca la represente ni la filtre a través de su propia identidad. La antropología aún hoy, desprecia a los autores.

Pero, ¿es fiel una cámara? ¿Es una buena sierva que tan solo traduce lo que existe y nada más?

Creo que no habría cineasta que te respondiera afirmativamente, y es precisamente esa la riqueza del cine, porque pretende contar una historia, armar un discurso coherente, comunicar, conmover, serle fiel a la experiencia de vida de los personajes, pero a través del relato, no de una exposición pasiva y descontextualizada de las imágenes. Encuadrar pues, en última instancia, es una selección clarísima de cómo el registro visual no miente, pero tampoco pretende decir la verdad. La verdad, en últimas, no existe.

La curaduría de los festivales de cine “tipo A”, grandes entes como Cannes y Berlín, nos demuestra hoy en día que el cine sigue estando hermanado en muchos sentidos con la antropología. El consumo especializado de las imágenes sobre poblaciones del “tercer mundo”, mientras más pobres, grotescas y extrañas mejor, va muy bien con la agenda programática de los antropólogos del desarrollo, que fijan su vista en los fenómenos sociales de la era globalizada sin tomar en cuenta lo que los sujetos tienen que decir sobre ellos mismos. En ambos casos, una explicación paradójica que voltea y desordena la ecuación, el horror como resultado y nunca causa de sí mismo.

Las comparaciones están muy bien, pero en realidad esto no pretende ser una simple exposición. Es más bien un llamado para que desde la antropología se reflexione sobre cómo el desprestigio del mundo sensorial de los sujetos a los que investigamos deja en lo oscuro parte de la verdad, y además provoca que a pura fuerza de lenguaje especializado, alejemos a nuestros lectores, defendiendo el ejercicio fútil de publicar nomás por enaltecer los mecanismos desiguales que hacen que nosotros -¡oh grandes genios privilegiados!- podamos usar el lenguaje del amo para hablar. La antropología tiene mucho por incorporar metodológicamente del trabajo de un documentalista si quiere insertarse y crear referentes para la lucha.

Y para el cine el reto está en identificar los esfuerzos que desde los fondos internacionales, los festivales, las escuelas y los financistas privados, intentan homogenizar nuestra mirada sobre la realidad guatemalteca. La lucha no solo es por la cuota de pantalla, sino también por posicionar nuestra realidad compleja en la conversación global, no como animales de zoológico sino como tradiciones de pensamiento que han sido recogidas desde lo visual y lo sonoro luego de ser desterradas de los libros científicos.

Tomar una cámara es decir: de aquí hacia allá “los otros”. ¿Pero, y de aquí hacía atrás? ¿De la cámara al autor? ¿Del espectador a la pantalla? Creo firmemente que tanto la antropología como el cine pueden construir un nosotros que no se pierda en la diversidad de los discursos.


Andrea Morales. Nacida en México en 1993 y criada en Guatemala en medio del exilio de los que regresan. Guionista, poeta y estudiante de Antropología.

…qué formas de conocimiento y qué miradas sobre la realidad son válidas y cuáles no. Quién puede hablar, qué caminos tomamos para construir conocimiento, desde dónde nos enunciamos para afirmar nuestras existencias.

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