Por Mario Castañeda
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En la entrega pasada hice algunas reflexiones sobre la identidad metalera y las pocas grabaciones de bandas que, durante la década de 1990, plasmaron su pesado sonido en algún soporte auditivo. Ahora les comparto mi reflexión sobre los toques y algo bastante general sobre el ritual del concierto.

Los Thrash Attacks eran organizados por Fernando Varela, quien también era integrante de distintas bandas en diferentes momentos, como la ya referida Sore Sight, y otras más experimentales como Hongo y Bulimia Subhumana, que parodiaba con su nombre a uno de los grupos de rock más comercial y con relevancia en el país: Bohemia Suburbana.

A pesar de que podía darse vínculos con grupos de rock más comerciales como Viernes Verde, La Tona, Fábulas Áticas, entre muchas más que fueron aglutinadas en el movimiento conocido como “Garra chapina” o “Rock nacional”, que sí contaron con apoyo de medios de comunicación por su contenido menos desafiante y un sonido más digerible, las bandas de metal estaban plenamente diferenciadas por su estética, actitud y sonido. Su característica principal ha sido la escasa visibilización de los medios y hacer posible, con escasos recursos y con las contradicciones propias de nuestra sociedad reproducidas en este pequeño espacio, una escena que se ha mantenido desde 1990 hasta el presente, considerando, por supuesto, las pocas agrupaciones que en la década ochentera ya pululaban por la ciudad, como Sangre Humana y luego la icónica Guerreros del Metal, además de agrupaciones cristianas como Vox Dei, Invasión y las seculares de rock más liviano como Yttrium.

Cuando comencé a ir a los conciertos fue precisamente en Guatemala Musical, en 1992, local ubicado sobre la Avenida Bolívar de la zona 8, muy cerca del Salón Tropical, este último donde se realizaron pocas presentaciones y, si mal no recuerdo, también en La llantera, que era un “pinchazo” repleto de llantas ubicado entre La Terminal y la Av. Bolívar, donde hoy comienza la calzada Atanasio Tzul, según me refresca César Borrayo. No era un recinto apropiado para un concierto. Era un espacio con pared de blocks, con grasa en la torta de cemento y techado con láminas.

Las ganas por contar con algo para nosotros hacían que se organizaran toques con las mayores limitaciones de lugar, sonido e instrumentos. Pesaba también la presencia en ocasiones de la Policía Nacional que, solicitados por vecinos o transeúntes que nos confundían con delincuentes, llegaban para garantizar la seguridad de los “buenos ciudadanos”. Tanto así que una vez, recuerdo que en Guatemala Musical, recinto destinado a conciertos de agrupaciones de música tropical donde, los domingos por la tarde, asistían empleadas domésticas venidas a la capital en busca de mejores condiciones de vida junto a soldados y albañiles que tenían el día libre, tuvimos que encerrarnos bajando la persiana del lugar, pues las fuerzas de seguridad iban con la plena intención de entrar al recinto y, quién sabe, hasta de suspender el evento, quizá obsequiarnos una golpiza y, por qué no, llevarnos detenidos por nuestra apariencia. No recuerdo bien si hubo algunos intercambios de golpes, lanzamiento de botellas de vidrio a los policías, pero recuerdo que se quedaron largo rato fuera del lugar. Seguimos con el concierto y no salimos hasta asegurarnos que ya se habían retirado. Ese fue uno los primeros conciertos de una larga lista personal que sigue creciendo hasta hoy, y que formó parte de esta era metalera nacional que tendría su auge entre 1991 y 1995, donde casi no había eventos internacionales. Unos pocos como el de Holy Soldier, banda cristiana estadounidense que se presentó el 1 de septiembre en el Gimnasio Nacional Teodoro Palacios Flores; Vengence Rising y White Cross.

Otro lugar que albergó conciertos fue Donde Pie de Lana, en zona uno. En ese bar se reunía esa mancha de playeras negras que asomaba de pronto a la ciudad, como ratas de alcantarilla que buscan el alimento y luego retornan a sus cloacas. La mayoría vestidos de negro celebrando el luto por una sociedad retrógrada que deseábamos se extinguiera y por lo atractivo de ese lado oculto de la vida que el metal ofrecía. De este lugar tengo recuerdos de una cantidad enorme de toques, tanto de Thrash Attacks como de otros organizadores de rock más tranquilo. Asoma a la mente cuando Octubre se presentaba en vivo y los sustos que Alexis, miembro de la banda, daba cuando ingresaba con el megáfono simulando el sonido de una radiopatrulla. Era la rola llamada “Noviembre”, que reflejaba los disturbios de finales de octubre y primera quincena de noviembre de 1994 por el aumento unilateral al precio del transporte colectivo. Alexis entraba con dicho sonido y su discurso era la introducción para la rola. La mara, arralada, buscaba a dónde tirar los puros o cualquier otra sustancia que la autoridad asumiera que transgredía la ley. Después, todos muertos de risa por el arralón.

Eran conciertos en los que oscilaron entre cien a cuatrocientas almas obscuras, con excepción del primer concierto que abrió esa era en octubre de 1991, cuando todavía no se pensaba denominarle a los toques Thrash Attack. Tengo entendido que fue organizado por César Borrayo en el terreno de un señor que vivía en la zona diez. En esa oportunidad, como en otras, el escenario se instaló sobre la plataforma de un camión. Se montaron las bocinas, se conectaron los instrumentos, la energía eléctrica se sacó de una de las casas aledañas y se armó el mosh pit, es decir, la danza de los malditos, o sea, nuestra forma de celebrar el evento bailando. Este acto es el que se convierte en el punto álgido de un concierto. En él, los asistentes transitamos en círculo contrario a las agujas del reloj y, dependiendo de la intensidad de la música, podemos continuar en las vueltas la cantidad de veces que cada quien guste, o bien, rompemos las mismas y topamos los cuerpos mediante empujones mientras saltamos. Cabe resaltar que las consecuencias de este clímax pueden ir desde morados en la piel hasta sangrar de alguna parte del cuerpo. Doloroso placer.

Además, a la par de esta forma de convivencia que, para muchos puede parecer violenta, se da el llamado headbanging, o zangoloteo de cabeza. Puede ser en forma de afirmación o girando el cuello en círculos, estando de pie o yendo dentro del mosh pit. Otra manera de entrar al mosh es formando círculos de integrantes tomados por los hombros que giran saltando y moviendo la cabeza, chocando con otros círculos formados de manera espontánea, o bien, ampliar el ya establecido para luego desintegrarse, según cada quien lo decida. Actualmente, una de las formas de celebrar la actividad es el denominado wall of death, que consiste en que, regularmente, el vocalista de la banda en escena, invita a los presentes a dividirse en dos bandos. A la cuenta de tres por parte del cantante, ambos grupos corren hacia el centro y se encuentran en una colisión que, debido a su implosión, genera un mosh bien chilero.

Continuará…

Mario Castañeda (Guatemala, 1973) Catedrático universitario. Estudió historia, comunicación y literatura. Gusta del cine, libros y música.

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