Por Marvin Monzón

Una gran amiga trabaja como cajera receptora en un banco. Su hora de salida es a las 16:00. Por una especie de acondicionamiento en los horarios de todos los empleados, su hora de almuerzo es a las 15:00. Suena lógico que pueda largarse a casa desde esta hora, pero el procedimiento debe ser salir a almorzar y regresar a las 16:00 horas para decir adiós. Entre sus metas mensuales está vender una tarjeta de crédito. Sin embargo, cada día que pase sin vender ese producto, se quedará una hora más en el banco y saldrá a las 17:00 horas. No debe trabajar esa hora extra, solo quedarse sentada como una especie de “castigo” por no vender ese día la tarjeta que debe vender en el mes.

Otra amiga me contaba ayer que lleva casi 11 años trabajando en una empresa. En ese tiempo su sueldo apenas si ha incrementado. La última vez que pidió un aumento se lo denegaron con el argumento de que la empresa no tenía dinero. Sin embargo, poco después, le aumentaron Q1 mil a uno de sus compañeros. Ella me contaba, no sin cierta rabia en la mirada, que siempre ha sido así: que su patrón apoya económicamente y de distintas formas a sus empleados, pero que su comportamiento con las empleadas es distinto; que de los diferentes bonos que ellos obtienen, ella no recibe ninguno. Una compañera le explicó alguna vez que eso no la debería extrañar, porque se debe a la visión del mundo de su patrón, quien piensa que un hombre debe ganar bien porque tiene la obligación de tener bien a su mujer y que esta no necesita exigir ganar tanto, pues su bienestar es obligación de su marido.

Otra amiga compartió hace unos días una publicación de una página llamada Huelgueros Sancarlistas que contenía la fotografía de una persona trans semidesnuda (usaba una tanga y tenía cubiertos los pezones con unos trozos de papel que servían para eso y nada más) en una marcha en favor de la diversidad. Esta fotografía iba acompañada de un texto en el que aclaraban que “no tenían nada contra estas personas, pero…” (ajá, lo de siempre). Hablaban de lo inmoral de la actitud de la persona fotografiada y de lo nociva que era la imagen para los “niños de mente inocente”. Decían, además, que les parecía vulgar.

Este tercer caso parecería aislado, pero no lo es. Realmente es la guinda del pastel, la pieza más triste del rompecabezas. Diré de entrada lo obvio: vivimos inundados de productos visuales, sonoros y audiovisuales que sí utilizan el cuerpo de forma vulgar al mercantilizarlo y reforzar ideales físicos con los que lidiamos o hemos lidiado alguna vez en la vida. Pero eso no nos molesta, no nos molesta este uso del cuerpo ni lo vemos condenatorio porque “si la chava decide vender la imagen de su cuerpo para publicidad, es su rollo; ella es libre de hacerlo”. No parece molestarnos que al mismo tiempo que pensamos esto, nos hayan impuesto de forma sistemática y macabra parámetros de lo bello y lo feo que no son cuestionados por el ciudadano común, sino aceptados y perseguidos con ahínco en el cuerpo propio o en el del otro. Tampoco parecemos muy molestos (no lo suficiente como para manifestarlo públicamente, como nuestro repudio hacia lo que no consideramos «normal») con las condiciones paupérrimas y denigrantes que imperan en el sistema laboral.

¿Por qué entonces nos molesta aquella foto? Creo que no es la desnudez la que nos molesta. Creo que más que la evidente homofobia, más que la patente aversión hacia lo “anormal”, nos molesta la libertad ajena. Nos incomoda que haya personas realmente libres que se afirmen a sí mismas y luchen contra un sistema que nos aplasta a todos (no por igual, pues es más o menos indulgente con aquellos que logran mantenerse dentro de los parámetros de lo moral, de lo aceptable). Nos molesta la libertad ajena precisamente porque es ajena, porque no somos nosotros quienes enarbolamos nuestra propia bandera y nos reivindicamos frente a quienes nos oprimen. Nos molesta acaso que no hagan “lo que deben hacer”: agachar la cabeza y aceptar la vejación. Así como lo hemos hecho tan bien durante generaciones, durante siglos. Así como nos ha tocado en algún trabajo, en la escuela, en nuestra propia casa, quizás

Al final, si yo no tengo derecho a ser libre, ¿por qué ibas a tenerlo tú?

Artículo anteriorSobre violencia y gentrificación
Artículo siguienteAnti-curaduría #1