Por Paolo Guinea

Guillermo Marconi fue un ingeniero eléctrico conocido como el gran impulsor de la radiotransmisión a larga distancia. Quizá a mi abuelo nunca le pasó por la cabeza que, en su afán de nombrar a su segunda hija con el apellido de su admirado inventor, iba a crear a un ser telepático como el telégrafo sin hilos, conectado a esa relojería de las energías invisibles.

Mi abuelo vivió parte de su vida en una condición precaria. Algunas vacas, unas cuantas cuerdas de terreno, un machete, algo de pisto guardado debajo del colchón y muchas candelas para pasar la noche.

Mi madre, Marcony (con i griega, como tantos nombres a los que la escasez formativa de los registradores municipales no les permitió al menos preguntar cómo se escribían) creció lentamente como las ramas del güisquil en la Costa Sur de Guatemala.

Entre árboles de chicle, anona, mamey, guanábana, jocote reina, huixaste, mashán, banano, flor de izote y muchos más; creció como los nidos del río hasta que la falta de recursos la expulsó de su pequeño mundo y vino a parar a la capital y sus prisas.

Ella fue poeta desde que aprendió a comunicarse con las plantas, los vientos, las nubes y los colores del día. Quizás nunca imaginó que compartiría una historia larga e intensa con otro poeta, mi padre. Juntos reunieron vida, tejieron sueños, acuñaron olvidos (los propios que le atañen a crecer en las praderas de la carencia) y pensaron –muchas veces– que algo no quedaba completo sin seguir creyendo en otro lugar más justo, menos cerca de la hecatombe.

Tantos fueron sus sueños que poco pudieron dormir en la orilla donde todo corta. Era tanta la hostilidad que comenzó a partirlos (otra vez lentamente), porque en el (no lugar) era prohibido pensar y sentir y decir y hablar y abrazar y creer y soñar.

Años después –contactando con mi niño interno y con los pájaros que hablan el mismo idioma de Marcony– recuerdo que a mi mamá la conocí valiente. Siempre como el émbolo de un huracán.

Mi niño nunca la va a olvidar cuando, con un aguacero adentro, nos sacó del país desde el filo mortal de una frontera pedestre e inhumana. No olvido su postura estoica ante el acoso de los guardias de hacienda y el ejército. Era una mujer guapa y deslumbrante con dos niños pequeños (Pamela y yo) en su brazo/vientre largo.

Ella pudo contra todos los demonios del miedo sola, con nosotros, pero sola. No le importó la madrugada y los obstáculos de la niebla. No se doblegó ante el rechazo y esa nueva vida quebrada que nos esperaba. La hizo de puente y pasamos todos con nuestras maletitas, nuestros sueños envueltos en papel periódico y en la cajita de cartón que, atada a la sangre, se hacía ombligo. A pocos días de nuestro arribo al DF, nos corrieron de un lugar donde supuestamente estaban los “compas” para protegernos. Fuimos a parar a un arrabal y a ella se le instaló una nube permanente sobre su gran cielo.

No nos entoldó la tristeza; ella supo hacerlo muy bien. Sabíamos que la adversidad nos seguía el paso, pero su sonrisa y su temple nos cobijaban. A mi mamá no le debo la vida, sino la gracia. Pero también el puño, la garra, el llanto atrapado y la posibilidad de creer siempre en los pájaros y su fresca hierba.

Mi mamá es rocío y las plantas lo saben todos los días y sus ínfimas noches.

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