Por Arnoldo Gálvez Suárez

A Vania Vargas le gustan los westerns. En particular los italianos. Historias cuyos personajes no han visto un baño en semanas (acaso meses), tienen la moral sucia y la sangre fría (son reptiles de desierto), se mueven por territorios de polvo gobernados por la soledad (y también por la violencia) y sobre cuyas laxas conciencias se erige, majestuosa, lo que Vania ha llamado alguna vez “la estética de la indolencia”.

A Vania Vargas le gusta el western italiano y también le gusta compartir su erudición en tal materia. Una vez me mostró un clip en donde Anthony Quinn, huyendo de sus perseguidores, huyendo de los revólveres largos de sus perseguidores, se oculta en una cueva. Los perseguidores se internan también en la cueva y allí no hay sino oscuridad. Oscuridad absoluta. Al cabo de largos segundos en donde nosotros, la expectante audiencia, no hemos visto más que un cuadro negro, comienza el tiroteo. Y es por los estallidos, por la breve luz del fuego que expulsan los cañones, que podemos ver al fin, otra vez, los rostros sudorosos, los gestos, el miedo y la rabia de esos hombres que decidieron aventurarse, a través de una boca de piedra, en las entrañas sin luz de la tierra.

La película se llama Deaf Smith & Johnny Ears, y la escena descrita sirve en un sentido doble para explicar Después del fin, el primer libro de relatos de Vania Vargas. Digamos que Vania, con todos los narradores de sus relatos a cuestas (una pandilla muy diversa y muy salvaje) se interna en la cueva. Es decir, se interna en la oscuridad. Cada relato es, entonces, un disparo, un estallido de revolver gracias a cuya luz podemos ver, durante brevísimas líneas, eso que hay en el interior de la cueva, a los habitantes de esa oscuridad.

¿Y quiénes son los habitantes de esa oscuridad?Un padre y una madre que deciden ponerle fin a los interminables sufrimientos que les ha provocado su hijo (este, por cierto, es uno de varios cuentos western que hay en el libro y en él, Vania Vargas nos da las coordenadas: 156 km al Este, porque en Guatemala el viejo Oeste es Oriental), una mujer atrapada en el interior de su automóvil, otra mujer que se cruza en el camino de la violencia disfrazada de perro de esponja, otra más que ve su rostro escindido en los miles de rostros que pueblan las calles por donde camina, un suicida que nos cuenta sus últimos instantes desde el encierro de un baño público, la prima de un mafioso, sin nada que perder, que sabe y quiere hacer trabajos sucios, o un muerto que, consciente de no ser más que escombros, reflexiona en torno a la relación entre el infierno y la necedad de las moscas.

La brevedad es uno de los signos centrales (vitales) de los relatos que conforman Después del fin. Cada relato es un instante en la vida de personajes que vienen del silencio (de la oscuridad) y volverán inevitablemente a él (a ella). Por eso se nos permite saber la hora en que está ocurriendo cada uno de esos instantes, por eso cada relato viene acompañado de la hora que marca el reloj indolente que gobierna las vidas de los personajes del libro. Después del fin es más que la suma de sus veinte relatos, es un edificio autosuficiente, temporal y no espacial, cuya arquitectura parece querer revelarnos un secreto: cuando se narra bien un instante, se está narrando la vida entera.

Huida a la ficción

Lo de Onetti no es un viaje, es una huida a la ficción. Juan María Brausen, el protagonista de La vida breve, se muda a Santa María, la ciudad ficticia, imaginada por él, huyendo de eso intransigente, aburrido y desasosegante que llamamos “la vida real”. No deja de ser un chiste cruel el hecho de que en Santa María, lo sabremos con detalle en las novelas posteriores de Onetti, abunde también la desazón.

En el devocionario literario de Vania Vargas, nos lo ha hecho saber en otros textos suyos, Juan Carlos Onetti ocupa un lugar primordial. Digamos que, si tal devocionario fuera una casa de huéspedes, Onetti alquila allí una habitación grande y mal iluminada en donde da vueltas como pantera enjaulada o se pone a ver por la ventana con un cigarrillo arrugado colgándole de los labios.

Después del fin es, como la obra de Onetti, una declaración de amor a la ficción. Una declaración de amor desesperada, que surge de la insatisfacción y del deseo de abandonar la realidad para mudarse a la imaginación. En la ficción nos redimimos, parece ser la frase con que los personajes de este libro se consuelan. En Invitación al juego, por ejemplo, una mujer se rinde cotidianamente ante la tentación de ser otra, de inventarse otra ocupación, otra edad, otro nombre, otra vida, según el interlocutor de turno que tenga la suerte de compartir con ella un asiento en el bus. En El ilusionista, el personaje está convencido de que posee los dones necesarios para corregir la realidad, para convertirla en algo menos triste y sabe que, mientras mantenga los ojos cerrados, mientras su imaginación continúe siendo un espacio impermeable en donde la realidad no pueda entrometerse, todo estará bien. ¿Cómo quiere llamarse?, pregunta una voz en El escritor, y en esa sola pregunta reside la voluntad de cerrarle la puerta a la realidad para abrírsela a la ficción.

Relatos como semillas

En el edificio que habitan, y que juntos han erigido, los relatos de este libro se comunican entre sí, se dicen unos a otros cosas a través de ecos sutiles, utilizando para ello el eficaz idioma de las frases nacidas de una rigurosa voluntad estilística:

Se acomodó el arma sobre las piernas y mientras llegaban a su destino volvió a escudriñar las calles. Así, dicen, se aprende a ver la vida a la cara.

… el olvido (…) es la vía del retorno, es la nada previa a todos los principios.

… la paz que sentiría si, en cambio, estuviera tendida en el jardín de la casa de mi madre (…), y fuera esa hierba conocida, y no esta, la que empiece a nacer de mis escombros, la que mida el tiempo de su angustia, el tiempo de mi ausencia.

El hombre fuerte, que una noche de desesperación, puso la escuadra al lado de su almohada y decidió morir como Marilyn Monroe.

Los relatos de Después del fin tienen cualidad de semilla. Son perfectos y redondos y se cierran sobre sí mismos. Uno cree que ha terminado de leerlos después de cada punto final, pero ocurre que luego germinan y se vuelven enredaderas en la memoria y aquello que comienza, pudoroso, como brevedad y síntesis y precisión, se convierte, cuando lo recordamos, en algo abundante y complejo. Cada relato es un instante, hemos dicho ya, pero los lectores sabemos que lo más importante en ellos son los silencios, lo que se calla, los pasos previos que condujeron a los personajes hasta ese instante que ahora atestiguamos, y los destinos casi siempre negros que, como amenaza, se completarán después, cuando hayamos volteado la página. Cuando la luz de los disparos se apague y volvamos a la oscuridad.

“La brevedad es uno de los signos centrales (vitales) de los relatos que conforman Después del fin. Cada relato es un instante en la vida de personajes que vienen del silencio (de la oscuridad) y volverán inevitablemente a él (a ella).”

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