Por Leonel Juracán

«El lenguaje es la casa del ser», es quizá la frase más recordada del filósofo alemán Martin Heidegger. Esta afirmación, fundamentada en la íntima relación que hay entre la conciencia y nuestras capacidades de comunicación implica además reconocer que sólo por medio del lenguaje es posible afirmar el conocimiento, tanto de nosotros mismos como del mundo circundante.

El pensamiento adquiere forma mediante la palabra, nos enlaza con la sociedad y da a cada uno de nosotros un espacio dentro del imaginario colectivo, es por ello que muchos pensadores han visto en la forma de expresarse de los pueblos un reflejo de su historia, su forma de comportarse y su actitud ante la vida. Los refranes, los chistes, dichos y expresiones coloquiales son el resultado natural de ése proceso que vivimos como sociedad: Perro viejo ladra sentado, en casa de herrero cuchillo de palo, a falta de pan, buenas son las tortillas, etc.

Sin embargo, no todos los cambios que tienen lugar en la forma de expresarnos son generadas por consenso popular. Muchos conceptos y términos quedan incrustados en el habla popular como resultado de hechos violentos y reflejan las estructuras de poder y formas de dominio. Así por ejemplo, como ocurrió con la palabra «masacre», tras el conflicto armado, que a partir de entonces Guatemala no sirve ya para designar un hecho, histórico y traumático, sino que pasó a convertirse en adjetivo en el habla popular, como consecuencia de un complejo mecanismo social de negación y asimilación de la violencia: Ser masacre, estar masacre.

Otras veces, los conceptos y vocablos se promueven desde instituciones y estructuras políticas y en lugar de ser un reflejo del pensamiento y el sentir colectivo, contribuyen a afianzar las estructuras de dominación, actuando más como barreras que como medios de comunicación. Piénsese en el giro que la palabra «solidaridad» tuvo para la sociedad guatemalteca tras el uso impositivo que hizo de dicha palabra el gobierno de la UNE. O para no ser tan específicos el sarcasmo con que el guatemalteco de áreas urbanas utiliza la palabra «pueblo», tras el fracaso de las utopías que se promovían desde los discursos de izquierda.

Hay todavía modos más perniciosos en que se instauran las nuevas terminologías, y la carga ideológica que implican, y esto es cuando pasan por conocimiento científico y terminan por generar «campos semánticos» que continúan creciendo y apropiándose de otras palabras hasta entrar en conflicto con el sistema de conocimientos preexistente, creando malentendidos y fragmentando aún más la estructura social desde los ámbitos académicos.
Analice por ejemplo en la forma en que los modelos pedagógicos neoliberales ya no hablan de conocimientos y habilidades sino que utilizan un término más acorde a la ideología que se implanta desde el mercado laboral: «competencias». Es así como el aprendizaje en sí pierde su mérito, y el proceso educativo pasa a ser precisamente eso, una competencia cuyo valor está en alcanzar metas, como si se tratara de un deporte, un concurso, o peor aún exigencias de los dueños de la maquila.

Por supuesto, dicho fenómeno no es nada nuevo, hace ya casi un siglo un lexicógrafo alemán llamado Jost Trier, hizo un estudio minucioso sobre la forma en que el conocimiento se había fragmentado en occidente a partir de la instauración del orden político medieval: Originalmente, la habilidad artística, el conocimiento de la moral, y el conocimiento científico se englobaba bajo el término «sabiduría», pero en la medida que dichos conocimientos dejaron de tener sentido, convirtiéndose nada más en una forma de conducta esperada para la vida caballeresca, la sabiduría dejó de englobar conocimientos morales y apareció el término «arte» para designar ésa conducta, tuviese o no conocimientos de fondo. A los conocimientos más técnicos se les llamó entonces «ciencia», quedando la sabiduría como una palabra referida a la conducta moral, que es como ha llegado hasta nuestros días.

Así en la política como en la sociología, la psicología o la pedagogía, los términos que se promueven provienen del poder económico. Hoy es ya difícil ver que un político hable de «base social» y en su lugar se habla de la gente como si fuese un producto más: «capital social». Así también se habla de «economía de los sentimientos», o lo que criticaba Max Horkheimer de la sociología positivista: el uso del término «rol social» para designar el sitio que cada individuo ocupa dentro del colectivo. Es peligroso, dice, porque sólo podemos hablar de «roles» si se trata de personajes dentro de una obra teatral, una película, pero no de la sociedad, porque lo que hay en ella, son personas. El uso indiscriminado de éste término, tiene como consecuencia restarle responsabilidad al individuo, privándolo de su conciencia dentro de la historia colectiva. Charlie Sheen es un personaje, Carlos Irwin Estévez, fue la persona real detrás de la imagen.
Los términos se vuelven aún más insidiosos, tratándose de religión. En las iglesias no se habla de «Cuota», sino de «donación», impuesta, claro. No se habla de «prosperidad económica» sino de «bendiciones», y la lista puede seguir alargándose.

Para continuar con el tema de la sabiduría, hoy no se habla ya ni siquiera de aprendizaje y conocimientos, pues todo se ha reducido a términos de «información», información que se divulga o «encripta» según su relevancia política: Las patentes comerciales de organismos transgénicos, las cuentas de gastos estatales, los nombres de todos los empleados de una institución.

Del mismo modo, hoy está de moda hablar de «descolonización», feliz término que pretende aglutinar los deseos de emancipación que hay en todos los pueblos subyugados por la dominación eurocéntrica, pero que irónicamente se promueve desde las instituciones financiadas por dichos países. Más correcto sería hablar de una neocolonización, puesto que el proceso que hemos vivido como todo en la historia, es irreversible.

Toda ésta palabrería, viene a funcionar más bien como lo que el semiólogo estadounidense Noam Chomsky calificaría como «barreras», pues lejos de condensar saberes, delimitan conjuntos de otros términos, legitimando relaciones de poder, interiorizando las estructuras de exclusión que tienen como fondo el uso de la violencia.
Es por ello que si queremos generar un sistema propio de conocimientos, no basta con buscar contraposiciones y resignificar palabras. Debe forzosamente generarse una nueva terminología propia, propia para designar situaciones y condiciones que sólo se dan entre nosotros, en éste momento de la historia y en éste sitio del planeta.

Artículo anteriorIxoqiˈb´oninel kaslem (mujeres pintoras de la vida)
Artículo siguienteNavidad en noviembre