Por Camilo Villatoro

A veces nieva en el trópico, en San Marcos por ejemplo. Si estuviésemos en Cuba sería un poco raro ver una pista de hielo en un parque de La Habana, pero en Guatemala los sueños se materializan con el poder de la imaginación, lo que no implica que tal artilugio sea del todo infalible. La última vez que el pueblo de Guatemala imaginó con todas sus fuerzas a la selección nacional de futbol en un mundial, Jorge Vega ganó una medalla en gimnasia. Algo es algo.

0Cul3_1BComo tengo unos amigos mariguanos que viven en el Edificio del Centro, nos ponemos a tripear la algarabía navideña en pleno noviembre desde la panorámica privilegiada del onceavo piso. En la ventana hay un estíquer con la cara de Marx que parece –quién lo diría– un fantasma. Entonces contemplamos la pista de patinaje de hielo y la nieve artificial y alguien murmura: hay que ir a patinar un día, muchá. Cuando en cualesquier circunstancia, en el lugar que sea, un individuo hace un comentario de esos, Le singe d’or en vez de estornudar por la nariz lo hace seis pulgadas debajo del ombligo (aproximadamente). Pero nadie tiene tan desarrollada la imaginación como yo, así que olvídenlo, y si la tienen: you know now, my niggas.

Entonces cómo no preguntarse por qué queremos nieve en el trópico. Será por la misma razón por la que queremos ser canches, tener un falo largo y grueso, no sé, cosas que solo se remedian con cirugía, o reencarnando en una cucaracha, insecto sin mayores preocupaciones estéticas. O también: qué hace que una persona como cualquier otra decida un buen día de noviembre empezar a adornar el árbol navideño de su cálido hogar.

Si estuviera en México pediría a los Reyes que me trajeran el respectivo juguete del 6 de enero pero en diciembre. Algo así es la onda, ¿verdad? ¿O cómo? Para quienes dudan de la derrota del paradigma socialista y el triunfo del capitalismo, la mejor prueba es una Navidad intempestiva. Todo lo que parece imposible se cumple. Ustedes pidan, manden cartas al Polo Norte, donde el viejo Karl –o más bien su fantasma– ha aceptado la victoria de la barbarie y la explotación del hombre por el hombre y se dedica a la empresa más capitalista de todos los tiempos, la confección de juguetes para los niños que se portan mal. Lo que no se dice es que el taller de Santa queda en el sudeste asiático, y los duendes obreros son niños que no conocerán Navidad ninguna. Tal vez son budistas, quién sabe.

Los niños que se portan bien son semiadultos, tienen responsabilidades: cuidar a sus hermanos, tapizcar la milpa, lavar ropa, picar piedra, lustrar zapatos, etc. Resulta razonable que nadie les regale nada, con tal, de su salario pueden perfectamente comprarse sus propios dulcitos. Las calorías sirven para sobrellevar el invierno.

Y es en este punto donde los privilegiados de este estado de cosas nos ponemos a llorar y sentimos compasión por la desventura, y aun con todo lo llorado no aprendemos la lección: la miseria se reparte a costa de los privilegios de unos sobre los otros. La miseria es, por ejemplo, una sirvienta con su tristeza silenciosa preparando el desayuno de un desconocido.

Mi solución es no tener hijos nunca. No quiero la responsabilidad de criar pequeños mediocres chantajistas, que luego se convertirán en estúpidos padres consentidores.

Lamento el día en que mis padres se negaron a comprarme un nintendo. Quizás sería ahora un individuo ejemplar de clase media, y transcurrirían mis navidades alegremente.

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