Sandra Xinico Batz
Migré a la ciudad de Guatemala cuando tenía 15 años, ya que en mi comunidad no habían muchas opciones para formarme como maestra, lo cual era necesario para poder cumplir mi meta: trabajar en educación y estudiar en la universidad. Uno de los primeros cambios radicales que experimenté fue dejar de vestir mi traje maya en la cotidianidad, justificándolo con “comodidad” al tomar el bus, con que era más barato y sencillo comprar un pantalón y una blusa, y además lavar y tender cortes y güipiles en un pequeño apartamento de un cuarto nivel parecía una inversión de tiempo y esfuerzo que no estaba dispuesta a mantener. Así trascurrieron un par de años, sintiéndome cómoda pasando desapercibida entre las personas de la ciudad, evitándome insultos y miradas incómodas (lo cual ya había experimentado en esas pocas veces que venía a la ciudad con mi traje maya).
Cuando regresaba a mi pueblo era el momento de retomar mis ropas y sentirme parte de mi comunidad, donde el racismo no es ajeno, pero tampoco era ajeno vestir un traje maya, hablar en nuestros idiomas, sentirnos cómodo/as con nuestras prácticas. Es como si hubiese llevado dos vidas en una, la de la ciudad (amestizada) y la de mi pueblo (mi origen).
Sería una mentira si les dijera que estudiar en la universidad y sobre todo estudiar A Antropología, fue lo que me devolvió a mi raíz, a retomar mi cultura, a empoderarme de mi historia, como maya kaqchikel y como mujer, porque no fue así, es más, considero que provocó tal indignación en mí, el ver y leer el racismo que las ciencias sociales reproducen, que por momentos me volví antiacademia. Ante mis ojos la universidad no superaba la versión “oficial” de la historia, aquella que niega que los pueblos milenarios resguardaron su cosmovisión en la ropa, por ejemplo, y que dichas prendas no fueron impuestas por los españoles (y que la misma arqueología lo puede demostrar), que la relación con la naturaleza es fundamental en la existencia de los pueblos y dicha relación se traduce en nuestras ropas, pues no son creaciones amorfas sino representaciones astronómicas, matemáticas, geométricas, entre otras. Durante mi formación como maestra tampoco aprendí nada de los pueblos ni de sus historias, por lo tanto estaba destinada a seguir reproduciendo lo mismo entre mis alumnos, simplificando más de cinco mil años de historia en una categoría perversa como la de “prehispánica”, como si la historia de estas tierras hubiese empezando con la invasión de los españoles.
Esa indignación provocada por lo que considero una de mis pasiones, la educación, me motivó a investigar por mí misma pero sobre todo a abrir mi mente y observar en lugar de sólo mirar, observar al interior de mi familia, de mi comunidad, a observar en la ciudad y en los poblados, lo que constantemente se ha querido eliminar, el rostro indígena de este país, si usted conoce este país sabrá que es inevitable dejar de ver esos coloridos e inigualables trajes, cuya contradicción radica en que nos parecen tan comunes pero a la vez tan desconocidos en su pasado y presente.
Una de esas tardes al estar disfrazada entre el pantalón, la blusa o el vestido, de camino a la universidad, una mujer se sentó a mi lado e inició a conversar conmigo, la conversación inició con una pregunta hacia mí, acerca de si estudiaba o no y muy amablemente contesté que sí, que era universitaria, e inmediatamente la mujer me dijo “¡qué bueno señorita que usted esté estudiando porque ahora hasta los inditos nos están ganando, ¿o no los ha visto que hasta a la universidad llegan a estudiar? Por eso nosotros no nos debemos quedar atrás, no debemos dejar que nos superen, imagínese si gente como ellos son licenciados ¿cómo nosotros no?”.
Esa tarde fue fundamental en mi vida, ese día terminé de comprender por qué estaba disfrazada y por qué constantemente me justificaba a mí misma la pérdida de mi traje, de mi identidad, terminé de entender por qué optamos a camuflarnos entre el montón, porque el racismo duele y ha dolido por generaciones.
Aprendí también de la fuerza y perseverancia de mis vecinas k’iche’s del segundo nivel de ese módulo de apartamentos donde vivía, que cada mañana luego de su jornada inicial que empezaba desde de las 3:30 de la madrugada (porque son vendedoras de comida) lavaban sus ropas y se habían empoderado del jardín trasero, adornando la grama con sus güipiles, cortes, delantales, fajas y perrajes, tendidos al sol, cómo lo hacen las mujeres aún, a las orillas de los ríos.
He comprendido también que los pueblos constantemente estamos defendiendo lo que es nuestro porque el saqueo y la expropiación de nuestros recursos no se han detenido, porque la homogenización cultural a través del racismo hace que los pueblos prefiramos no ser vistos aunque eso implique desvestirnos de nuestra historia, de nuestra identidad. Debido a la historia que hemos vivido los pueblos, actualmente somos las mujeres quienes principalmente defendemos y luchamos por mantener nuestros trajes no como objetos sino como vínculos de nuestro pasado, luchamos porque no sean mercantilizados y/o folklorizados y sabemos que no es necesario que patenticen nuestros diseños para que dejemos de vestir nuestros trajes, porque para eso, el racismo viene desde hace 500 años atrás encargándose.
Ahora, que soy yo de nuevo, sin disfraces ni camuflajes, el racismo me sigue golpeando descaradamente, como si mis ropas fuesen un anuncio que les permite discriminarme, pero soy también más fuerte porque porto en mi más de cinco mil años de historia y porque llevo una lucha que no es solitaria y que esperamos crezca a tal punto que defender el patrimonio de los pueblos no sea una cuestión única de los pueblos indígenas sino que también sea una lucha suya, una lucha de todos.
Sandra Xinico Batz (1986, Patzún, Chimaltenango) Maya K’aqchikel, engasada con las letras, empecinada por la historia y obstinada en que se escuche nuestra voz, la voz de los pueblos.