Por Sergio Valdés Pedroni

Época seca y ardiente. Los árboles, las calles, las ideas, todo en el país -hasta las sombras de las cosas- se desnuda en busca de un poco de aire fresco y humedad. Quizás en esto descansen las razones del porqué marzo y abril son meses preferidos por los cineastas documentalistas para acercarse a Guatemala, a retratar su ambigua latitud de impunidad y alegría y compartir con la gente los triunfos y las derrotas de la vida cotidiana y de la historia.

A diferencia de algunos cineastas de ficción, los documentalistas, ajenos a figuras estéticas de tarjeta postal con luna de octubre y a celajes preciosistas de novela esnob antigüeña, optan por el sol y la desnudez deslumbrantes de estos meses.

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_Cul2_1BAsumir el valor de los hechos sin renunciar al de la propia respuesta interior frente a ellos; tomar una postura definida y compartirla con el espectador; enfrentarse al caos de la realidad para poblarlo de observaciones selectivas y, por otra parte, permitir que la realidad ocupe con su caos las imágenes y el falso movimiento de su representación, son ingredientes irrenunciables de la voluntad de un cineasta documentalista honesto.

La mirada del cineasta es siempre un recorrido de reflexiones y de afectos. Pero estos afectos, una vez procesados y manipulados en el montaje, rebasan con frecuencia los afectos y las reflexiones ordinarias, y no es extraño que trasciendan la experiencia sensible de quienes hacen, quienes miran y quienes aparecen en las películas. De ahí la fascinación, el entusiasmo y el engaño pavoroso que el cine suscita en sociedades cuya vida cotidiana ha sido amordazada por el aburrimiento…

Para el documentalista, la realidad es un territorio que aguarda con ansiedad el momento de su (re) descubrimiento por un extraño, o por un habitante conocido dispuesto a renovar la mirada cotidiana sobre su geografía y su paisaje humano. El cineasta es un ser ansioso por escarbar entre los rincones más remotos de un país en busca de alguna verdad histórica desplazada por la versión oficial de los hechos, o de algún rostro conmovedor olvidado por la rutina.

El trabajo de un cineasta, sobre todo de un documentalista, supone una operación de desterramiento o desterritorialización de la rutina y la indiferencia de la realidad -y de la mirada colectiva sobre ella. No obstante, para que esto sea posible, el cineasta tiene que desterrar previamente de su mirada -de su propio territorio interior- la tendencia humana de anteponer a la curiosidad y la capacidad de asombro, los prejuicios, dogmas y certezas impuestas por la moral, la academia y las buenas costumbres. Es decir, el poder.

El cine se parece más al amor erótico que a la amistad: no le bastan el respeto, la condescendencia y la buena voluntad. Requiere, eso sí, la fuerza inconmensurable del deseo, las caricias de la fantasía, los gritos de la rabia y el silencio aterrador de la serenidad… Retratar las posibilidades de la vida cotidiana o las formas de la historia, por ejemplo, son actos inconcebibles sin una buena dosis de pasión y enamoramiento.

El cine documental toma la realidad y la convierte en una representación, al mismo tiempo trágica y esperanzadora del porvenir. Está claro que el cine no es tan sofocante como la realidad, pero cautiva y engaña como ella. Inspira milagros y tragedias, funda emociones desbordantes, embriaga hasta la saciedad, pero en todos los casos, se trata de una composición técnica y estética que, si bien puede desbordar la luz del día o las tinieblas de la noche, no los sustituye.

El cine documental, incluido el retrato de personajes, la puesta en escena de la historia y el debate político -tres de los géneros que están en marcha en Guatemala- habla de la realidad exterior tanto como de la realidad interior del cineasta. Por eso adquiere siempre una dimensión trágica parecida a la ausencia y el olvido…

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