Por Camilo Villatoro

Estimado lector, en esta oportunidad que el Señor me concede (peor para él), tengo a mi bien darle a conocer lo que es «la libertad de expresión». Por favor, no me ignore ni cambie de página; recuerde: la educación no pelea con nadie. No intento vender nada, sino ejercer mi libertad de expresión (conveniente, eh). Así que ponga sus esferas sobre las siguientes líneas como si en vez de la última página de este modesto suplemento, se tratara de la columna de Pedro Trujillo (de ser usted del ala diestra), o de Mario Roberto Morales (de ser… usted dirá). Con mucho esfuerzo he procurado mantenerme al margen de la marginalidad, y por ende, evitar ser objeto de las sanciones establecidas por Artículo 123 del Código Penal. Haga favor de ahorrar su desprecio para los merolicos de camioneta.

La libertad de expresión es un tesoro de la humanidad, casi tan importante como el oro. Al igual que el metal suntuario, la libertad de expresión no sirve sino para contemplarla y decir: ¡miren qué fulgor y cómo ciega! Planteada en esencia (esencialismo como fase superior del idealismo), es una cosa re-bonita. También la alquimia, que como se sabe, era el intento místico tantas veces frustrado de transmutar la materia vil en oro.

Pasión del Estado democrático, la libertad de expresión resulta en ese contexto una condición fundamental e inherente. La ficción es otra de las condiciones fundamentales de la democracia, al menos de la que propicia el capitalismo contemporáneo (neoliberal). Si para su consuelo pensaba que el capitalismo, a pesar de su evidente miseria, al menos tenía entre sus fundamentos la libertad de expresión, conviene que compre un babero.

Dentro del capitalismo cualquier cosa puede venderse. La libertad de la ‘libertad de expresión’ radica en la libertad de comprarla, siempre y cuando se tenga suficiente dinero. Esta verdad científica fue descrita hace más de un siglo, sólo que con más brillantez (obsérvese el uso del adverbio ‘más’) y en alemán: idioma declinante, ininteligible para los latinoamericanos. Si a alguien se le ocurriere decir que lo que expongo es falso, tendría que demostrarlo Biblia en mano, y con-la-negra-bajo-la-manga, instrumentos que siempre ponen límite a cualquier libertad.

En países democráticos como Guatemala, la libertad de expresión es un flagelo que a menudo infecta los medios escritos. La sección Literatura en la periferia y viceversa es la prueba viviente de ello, pues su tendencia iconoclasta ha intentado derruir varios de los mitos fundacionales de nuestra democracia (sin éxito alguno, por lo visto) no con poca libertad de expresión.

El medio escrito es el peor subversor de la mente, pero la comprensión lectora requiere una iniciación temprana y constancia en la lectura (más del 50% de los guatemaltecos son analfabetos funcionales, entonces calcule). Afortunadamente la TV es un negocio más rentable, dada la fácil y benéfica digestión de los productos audiovisuales. Por ello la libertad de expresión en estos medios masivos tiende a ser exclusiva, por no decir monopólica.

A veces la realidad es mucho más compleja que un acto de compraventa. Nuestro presente histórico se ha configurado lentamente siglos atrás, y cuando uno da cuenta de ello, termina sintiendo una mezcla de rabia e impotencia, tanto como la de un joven español que hereda la hipoteca de sus proletarios padres (el tercer mundo no es cosa exclusiva de la periferia, diría un griego actual). Resultado de tal proceso histórico es la propiedad de un número reducido de familias sobre los grandes medios productivos del país, entre estos nuestra subdesarrollada mass media, aunque bajo la honorable forma de sociedades anónimas, que incluyen importantes capitales extranjeros. Libre mercado a secas…

Si convencer a los mass media de la venta de un espacio televisivo resulta una pérdida de tiempo para la mayoría de guatemaltecos, bregar contra la cultura dominante es empresa de locos. La autocensura es la hermana mayor de las censuras, pero no es independiente a cierto contexto. Durante el siglo pasado pocas mujeres hubiesen escrito artículos de opinión sobre sus necesidades genitales, dada nuestra histórica mojigatería, pero hoy es algo más bien común entre las féminas liberadas de clase media para arriba (es decir, las que leen medios escritos).

Nuestro contexto todavía no admite todas las expresiones sexuales. Los pederastas prefieren el exilio a tierras más civilizadas, como las del Estado Islámico, o bien optan por el sacerdocio. Es increíble cómo la cultura nos reprime y nos moldea: yo fui pedófilo toda mi infancia, pero al entrar a la adolescencia, el entorno me fue obligando a sentir atracción por gente de mi edad y más de alguna madurita.

Lo que no parece cambiar en Guatemala es nuestra convicción mágico-religiosa. Un diputado es capaz de promover una iniciativa de ley basado en revelaciones providenciales, sin que por ello se le declare incompetente mental, ni se le destituya del cargo por su evidente esquizofrenia. Mientras el don de la demencia senil se otorga a los criminales de guerra consumados.

Tal vez la iniciativa de ley para hacer obligatoria la lectura de la Biblia resulte beneficiosa. Fui de los niños obligados a recibir adoctrinamiento evangélico por parte de sus profesores (siendo la educación laica), y no tuve más remedio que volverme ateo.

P.d.: Si pensó que este escrito tenía por fin arremeter estúpidamente contra la libertad de expresión: cambie babero por cubeta.


Camilo Villatoro (1991-…) es un impopular escritor iconoclasta y satírico nacido en México pero de identidad guatemalteca. A falta de currículum de publicaciones o méritos de cualquier tipo, inventa patrañas cuando de describirse en estos espacios se trata. Prefiere eso, al patetismo de decir que es «un comunicador persistente en redes sociales», lo cual es verdad pero a nadie le importa.

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