Por Federico Bagnato
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Las calles habían perdido sus numeraciones. Me acerqué al bar más peculiar que podría haber hallado en la comuna ocho. Allí había un anciano de aspecto similar al de Sábato. El hombre llamó mi atención desde el momento en que me acerqué. Me sentí atraído por sus facciones y el modo en que me observaba: fantasioso, sumido en un misterio.
—¡Hola sr. Illish! —dijo, con la sorpresa de haberse encontrado algo. Pero aquello no me cautivó, sino el hecho de que conociera mi nombre.
—¡Hola Evgardo! —respondí sabiendo que asumiría aquella identidad. De alguna manera conocíamos nuestros nombres; sin embargo, no recuerdo haber tenido contacto con el anciano y hacía algunas horas que había llegado a la ciudad por primera vez.
Nos sentamos y el anciano me invitó un trago. Me habló de su madre, de sus 87 años, de que vive en Brooklyn y de cómo había ido a parar a Medellín, a pesar de ser canadiense. Dijo que me contaría una historia, pero mi vaso ya estaba vacío. Salí del bar y me paré a mirar el cielo. Todo parecía natural, salvo por la grisácea ceniza que caía como copos de nieve. Caminé unas cuadras. Sabía que algo andaba mal. Antes de cruzar la calle me detuve, pensativo, y di la vuelta para volver hacia el bar donde estaba el anciano:
—¡Hola sr. Illish! —dijo nuevamente con el mismo asombro del primer encuentro. Supe que todo estaba perdido…
Traté de esquivarlo y continué hacia el baño. Luego me senté en una mesa junto a la puerta y pedí un café grande. Al cabo de unos minutos entró al bar un joven de muy mal aspecto y la voz del anciano no se hizo esperar:
—¡Hola sr. Illish! —dijo dirigiéndose al joven.
Desmitifiqué la impresión que su saludo me había causado cuando entré al bar, pero continuaba perturbado por haberle correspondido con un nombre que jamás le hubiera regalado, por el simple hecho de que no lo conocía y aquel nombre no le sentaba bien.
—¡Mozo! —exclamé con estridencia y sutileza a la vez para que Evgardo no lo notara.
—¡A la orden! —gritó el empleado con una hospitalidad absolutamente innecesaria.
Sentí la imperiosa necesidad de despejarme la duda respecto de aquel anciano. ¿Había sido una coincidencia que supiera mi nombre o acaso lo sabía y ahora lo ocultaba aludiendo demencia y llamando a cualquiera del mismo modo?…
—¿Cómo se llama aquel anciano? —pregunté señalando con el dedo a Evgardo.
—J. Illish, señor —respondió sin mayor necesidad de ahondar en mi inquietud.
—¿¡Cómo!…? —exclamé.
Nada tenía sentido. Evgardo se dio vuelta girando torso y rostro y se detuvo por un momento con las facciones secas e inexpresivas. Sus ojos brillaban como el reflejo del sol en un agua estanca. El cuello de su camisa seguía mal doblado y desabrochado por el primer botón. El rostro de Evgardo estaba momificado y no se hacía evidente siquiera el movimiento respiratorio en su pecho. Su cabello tajado se desprendía de su cuero como pesadas y maduras hojas de un árbol en época otoñal. Sus labios se hicieron cenizas y su cuerpo se desdibujó desde la frente y en sentido descendente, hasta llegar a los pies. El sujeto de mal aspecto continuaba allí sentado junto a Evgardo mientras éste se hacía polvo. Una vez hubiera desaparecido por completo, el sujeto a su lado volteó y se detuvo con la seducción propia de Evgardo, atrayéndome con el modo de observarme y diciendo: “¡Hola sr. Evgardo!”.

 

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