por Rafael Romero

No era un parásito. Era un ácaro, que no es lo mismo. Un bello ácaro que se criaba y reproducía en porciones de dermis afectadas por la sarna. Allí, en aquellos extensos terrenos animales, excavaba sus largos túneles y se escondía perfectamente de los ojos humanos. Arar la piel, escarbarla, removerla, no sólo eran algunos de sus pasatiempos sino constituían su forma de vida. No sabía hacer otra cosa más que eso.
En realidad, carecía de la noción de explotar sus demás capacidades y emplearse en otros asuntos. Por discurrir de forma natural, por no ser cuestionada por él mismo, su vida parecía ser la más agradable de todas. Sí, había otros ácaros, otros parásitos, otros microbios, cantidades infinitesimales de ellos, pero él no tenía conciencia de nada al respecto. Si alguna vez había estado cerca de otro ácaro, no lo había tomado como un ejemplar independiente sino como una derivación suya.
Dado que jamás había notado su apariencia, que jamás se había visto en un espejo, llegaba a creer que el otro era él mismo y no le daba importancia. Los demás, entonces, fuesen rojos, negros o arácnidos, por ejemplo, eran simples derivaciones de su propia imagen, de su posible imagen. Y toda la cuestión lo tenía sin cuidado. Que su aparato bucal hubiese sido confinado para la perforación, eso sí lo tenía presente, eso quizás le preocupaba. Lo otro, el hecho de que en los laboratorios lo confundiesen con garrapatas y cuestionaran su obsesión por la piel, su condición dañina, sus hábitos, etc.; esto tampoco.
Si hubiera sabido que todo lo que a su alrededor miraba, incluso la carne fresca que poco a poco iba devorando y que conocía con propiedad, solamente era una mera representación mental muy parecida al resultado de su imaginación en eternas jornadas de empacho y cansancio, no habría concebido la posibilidad, por primera vez, de aproximarse a otros ácaros. No se habría planteado luchar contra ellos hasta someterlos y perforarlos con su aparato bucal, el cual también había encontrado propicio para ello.
Todo lo que encontraba en sus lánguidas jornadas laborales estaba sujeto a ser perforado sin ningún tipo de compasión o miramiento. Gran parte de la espalda del cuerpo en el que invertía su tiempo estaba cundida de sarna: un vistoso paisaje constituido por vesículas supurantes en pleno suelo enrojecido, tumefacto y decorado con intensos pruritos a lo largo del terreno completo. Y abajo, en el mundo subcutáneo, en sus cloacas, el bello ácaro en período de engorde, acabando por igual con afines e intrusos.
Según él, se estaba alimentando de imágenes, de sueños, de aire. Pero esto no le impedía sentirse agotado y contraer severas diarreas y descomposiciones intestinales. Sus descomunales desechos aumentaban la fuerza de la infección y el pobre individuo enfermo, que lo contenía, veía incrementada su agonía. Muy pronto, el bello ácaro color blanco perla se encontró con que había triplicado su tamaño normal, había perdido su figura y ya ni siquiera podía mover sus patas. La obesidad iba a resultar matándolo, seguramente.
Loco de soledad, puesto que había acabado con todas las hembras y a la vez con los huevos que cada tres semanas aparecían aglutinados en un rincón de cualquier túnel, sintió desfallecer y tuvo ganas de aislarse para reflexionar su brutal proceder o morirse lo antes posible. No sabía lo que era, pero estaba triste. Acostumbrado a evadir magistralmente las gotas y la llovizna de permetrina y demás medicamentos que cada cierto tiempo caían sobre el infectado terreno, una noche salió de su búnker y, andando con dificultad, fue a toparse directamente con una de la gotitas que había quedado intacta entre las raíces externas de una vesícula.
Sin acercarse tanto como para no suicidarse, logró distinguir la imagen que desde hacía mucho extrañaba y hubiera querido conocer a fondo. Aunque siguiera ignorándolo, era él, finalmente. Era él, aunque un poco distorsionado. La ansiedad de devorar a sus semejantes se volvió a apoderar de él como hacía unas semanas. Sin embargo, no actuó como un tonto lo habría hecho.
No. No fue a morir como un kamikaze tratando de perforar la imagen que se reflejaba en la gotita. Ensimismado a cuenta de lo que por primera vez contemplaba, se quedó ahí, detenido. El tiempo también se había detenido. Podía percibirlo. Quizás el enfermo del mundo exterior había muerto. No le importaba; nunca le habría importado. Importaba haber llegado a ese punto, a su momento; estar allí, sano, salvo, alimentado. Sin pensarlo tanto, suspiró fuerte y empezó a perforarse a sí mismo.

 

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