Por Camilo Villatoro
Colaborador

Después de andar tropiezos tras tropiezos por fin descubrimos la forma perfecta de sociedad. Al principio costaba porque la gente no se terminaba de acostumbrar y declinaban ante la idea de aceptar las condiciones propias de la coexistencia pacífica. Llegamos a pensar que era imposible bregar contra las costumbres carroñeras de los pequeños pillos que roban el pan al panadero, la ropa al sastre, la nobleza al noble, y así con cualquier fruto de los oficios humanos.

La crisis de las cárceles fue la peor; los presidiarios superaron en número a los alumnos de las escuelas públicas y privadas. Hubo quienes de inmediato saltaron con la salida más bien facilona de exterminar a los delincuentes presos en las cárceles de máxima seguridad, lo cual se llevó a cabo cierto día del quinto mes en que la Armada decidió experimentar previamente el napalm hidrogénico destinado a borrar de la faz de La Tierra al malvado pero carismático régimen del Sha. Como es obvio no se trató de la solución adecuada, pues en cuestión de tres meses las cárceles se abarrotaron de nuevo, como si una fiebre sociópata se hubiese apoderado de las calles.

Debió ser la severidad de la crisis lo que nos permitió llegar al consenso y a las soluciones democráticas, no sin que se utilizaran los elementos disuasivos de rigor. Hay ciertas intersecciones en la historia donde ocurren situaciones extraordinarias; tal fue el caso.

Como si se tratase de un ánimo inconsciente generalizado, las personas de todos los sexos y todas las edades se entregaron a una voluntad ulterior, se podría decir, al sentido mismo del ser social. Años y años de perfeccionamiento en el arte del consenso colectivo por fin daban fruto de manera fantástica. La delincuencia común, cesó. ¡Ah, y la corrupción también! En las cárceles no hubo necesidad de ejecutar a nadie. Un día de inicios de primavera amaneció colgado el primero de los presos que daría (tal vez sin querer) el ejemplo a los demás. Los presos más peligrosos, los de aquellos crímenes de ordinario deleznables, armaron sus propios patíbulos en las celdas. Perfectamente podía ser la voluntad de Dios matando a los iscariotes impíos como hace dos mil y tantos años.

En las calles reinaba el orden más excepcional. Los indigentes se entregaron a los sistemas de albergue nacionales, el resto evacuó masivamente las ciudades internándose en los alrededores boscosos para fundirse al fin con la naturaleza. En las calles reinaba la tranquilidad más excepcional.

Era como si de repente no se necesitara más de la violencia, la coerción para lograr los efectos sociales que todo el mundo quiere y necesita. Nadie pedía más de lo que se le debía otorgar. El país fue el modelo ideal para el catastrófico mundo que se hundía en la decadencia de las guerras de clase; aquí nuestra sociedad revitalizada había tomado al fin consciencia de las cosas, del orden de las cosas, y no tuvimos ya necesidad de apuntar nuestras armas y afilar nuestras espuelas, hasta el más pobre conoció la felicidad aun con el hambre que siempre devora los intestinos en esas circunstancias. El sol nacía para todos por igual, nos llenaba a todos de esperanza. La primavera desde entonces nos parece eterna y nadie se atreve a decir lo contrario.

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