La concepción individualista de la sociedad

  John Locke (1632-1704) es el filósofo inglés que inicia la corriente denominada empirista. Locke estuvo implicado en las luchas políticas su tiempo, apoyando a los grupos liberales y constitucionalistas ingleses frente al absolutismo. Su teoría social y política es una magistral exposición de la concepción liberal (y burguesa) de la sociedad. La sociedad es para él artificio destinado a conservar y mantener los derechos naturales que el hombre

posee individualmente: la vida, la libertad y, muy especialmente, la propiedad. (*)

* González Antonio. Introducción a la práctica de la filosofía. Texto de iniciación. UCA Editores. San Salvador, 2005.

 

Para comprender bien en qué consiste el poder político y para remontarnos a su verdadera fuente, será forzoso que consideremos cuál es el estado en que se encuentran naturalmente los hombres, a saber: un estado de completa libertad para ordenar sus actos y para disponer de sus propiedades y de sus personas como mejor les parezca, dentro de los límites de la ley| natural, sin pedir permiso y sin depender de la voluntad de otra persona (…).

Dios, que entregó la tierra en común a los hombres, les dio también la razón, para que

hicieran de ella el uso más ventajoso y el más conveniente para la vida. La tierra y cuanto ella contiene le fue dada al hombre para sus sustento y bienestar. Y aunque todos los frutos que por la naturaleza y los animales que en ella se nutren pertenecen al género humano común, como producidos por la obra espontánea de la naturaleza, y nadie tiene originariamente un dominio privado, con exclusión de los demás (…) sin embargo, al ser dados para uso de los hombres, forzosamente tiene que haber algún medio para que se los apropien, antes de que lleguen a ser de un uso determinado o útil para algún hombre en particular (…).

El que se sustenta de las bellotas que ha recogido al pie de una encina, o de las manzanas cogidas de los árboles del bosque, se las ha apropiado, sin duda alguna. ¿Cuándo empezó a ser suyo? ¿Al digerirlo? ¿O al hervirlo? ¿O cuando se lo llevó a su casa? ¿O cuando lo recogió del árbol? Es evidente que, si el primer acto de recogerlo no lo hizo de su propiedad, ninguno de los otros actos siguientes pudo hacerlo. Ese trabajo suyo ha creado una distinción entre ese objeto y lo común, ha añadido algo a lo que la naturaleza, madre común de todos, había puesto en él, se originó su derecho particular (…). Lo mismo la hierba que mi caballo ha comido, el forraje que mi criado ha cortado, el mineral que yo he extraído en algún terreno que tengo en común con otros, llega a ser de mi propiedad sin la asignación o consentimiento de nadie. El trabajo que me pertenecía al sacarlo del estado común en que se hallaba, ha dejado grabada mi propiedad en ellos (…).

Si el hombre en el estado de naturaleza es tan libre como hemos dicho; si es señor absoluto de su propia persona y de sus bienes en grado igual al hombre más grande y no está

sujeto a nadie, ¿por qué ha de desprenderse de esa libertad y renunciar a ese poder, y someterse al dominio y autoridad de otro poder? La respuesta obvia es que, aunque en el estado de naturaleza tiene el hombre tal derecho, sin embargo, su disfrute es muy incierto y

está expuesto a ser atropellado por los demás: siendo todos tan reyes como él, cada hombre

es su igual: y, como la mayor parte observa estrictamente la equidad y la justicia, el disfrute

de los bienes que él tiene en ese estado es muy aventurado e inseguro. Eso es lo que hace que

estén de buena gana dispuestos a abandonar una condición de vida que, aunque libre, está

llena de sobresaltos y de continuos peligros; y no sin razón buscan salir de ella y desean

formar sociedad con los demás que se encuentran ya unidos o tienen proyecto de unirse para

la mutua salvaguardia de sus vidas, libertades y sus bienes, que yo designo con el nombre

genérico de propiedad.

Por tanto, el fin máximo y principal que tienen los hombres al reunirse en estados y

someterse a un gobierno es la salvaguardia de su propiedad, salvaguardia a la que le faltan

muchas cosas en el estado de naturaleza.

(Tomado de Segundo tratado sobre el gobierno civil, 1690)

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