Raúl de la Horra

Conocí a Guillermo Paz Cárcamo -apodado “El Patojo” por ser el más joven miembro de la primera guerrilla que se organizó en Guatemala en 1961 a iniciativa del “chino” Jon Sosa y de un grupo de militares descontentos con la situación del país en aquella época-, en París a mediados de los años setenta, cuando él estudiaba sociología en la Universidad de Vincennes. Yo había sido becado para hacer una especialización en Psicología Social y el encuentro con estudiantes guatemaltecos y otros centroamericanos era inevitable.

De aquellos tiempos marcados todavía por lo que se dio en llamar el espíritu de la Revolución del 68 en Francia, conocimos la euforia que suscitaba entre los jóvenes el triunfo de Vietnam sobre los Estados Unidos y el triunfo de los sandinistas contra Somoza, entre otros. Eran épocas heroicas en las que se pensaba que un cambio radical hacia una mayor justicia social en nuestros países era posible, a pesar del golpe militar que había sufrido el gobierno de Allende en Chile. Uno iba a la Sorbona a escuchar a Jean Paul Sartre, a Althusser y a Roger Garaudi, y el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal llenaba a reventar las salas de espectáculo, junto con Mercedes Sosa y otras eminencias de la canción de protesta.

En la Ciudad Universitaria de París, donde viví los primeros años de estudiante en la Maison de l’Asie du Sud-Est, conocí a una querida amiga salvadoreña, Olga Baires, también al salvadoreño “Chico” Francisco Díaz, al psiquiatra Roberto Ocón, y al cura nicaragüense Joaquín Rodríguez con quienes establecí lazos de amistad imborrables. En mi cuarto nos juntábamos el querido y siempre recordado René Poitevin, así como Carlos Castillo, ambos ya fallecidos, el “Gordo” Vides, otro sobreviviente de la guerrilla guatemalteca que nos narraba sus andanzas, el “Zurdo” Sandoval, y entre todos ellos, Guillermo Paz, “El Patojo”.

De Guillermo siempre me gustó su manera prudente, analítica y serena para juzgar sobre los acontecimientos y las personas, así como su actitud conciliadora y positiva sobre temas espinosos relacionados con la izquierda guatemalteca, lo que no era el caso de otros conocidos, mucho más beligerantes y dogmáticos. De las pláticas que tuvimos en aquel entonces, y muy posteriormente, cuando nos volvimos a encontrar en Guatemala después de muchos años, hay una que siempre recordaré por sencilla y significativa, y porque sintetiza la personalidad de Guillermo en toda su dimensión.

Un día le pregunté a Guillermo por qué se había metido a la guerrilla y él me respondió lo siguiente: “Porque cuando en 1954 se dio en Guatemala el golpe de Estado contra el gobierno revolucionario de Jacobo Árbenz, organizado por los Estados Unidos, yo era un adolescente que disfrutaba muchísimo las refacciones (en Guatemala se le llama “refacción” a la merienda) que nos daban por las tardes en las escuelas públicas. Y bueno, ¿sabés cuál fue una de las primeras medidas “anti-comunistas” que adoptó el fantoche de Castillo Armas cuando tomó el poder? ¡Anular las galletas y la leche de la refacción! ¡Imaginate, qué estupidez! Y eso representó para mí una tal bofetada, una injusticia tan grande, que años después, cuando se formó la primera guerrilla, yo tomé la decisión de incorporarme en ella para luchar contra un sistema que les arrancaba a los niños su comida y sus derechos”. Eso fue lo que Guillermo me contó. Y me dejó tan impresionado esta anécdota, que cada vez que él y yo nos veíamos, me era imposible no pensar en ella, incluso hasta el día de hoy, en que todavía me retumba en los oídos.

Por eso es que ahora, ante su triste fallecimiento, he deseado compartir con ustedes el pequeño recuerdo de este valiosísimo amigo que sabrá siempre encender en mí los suspiros de la nostalgia y de la imaginación.

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