Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor

Que no se mueran los amigos es lo que uno quiere, que los buenos amigos nos acompañen siempre. Eso deseé con maese Guillermo Paz Cárcamo.

Pocos días antes de su muerte física padeció de unos quebrantos de salud. Todos pensamos que era algo pasajero; él me dijo por teléfono que con tecitos de hierbas milagrosas, masajes de un quiropráctico y uno que otro talaguashtazo de cusha de San Martín Jilotepeque, se recuperaría.

Pero no. Fue muy triste recibir la noticia de su muerte.

Cuando conocí a Guillermo, mantuvimos una relación lejana; en parte, creo, porque él gozaba de una fama de bravo, peleonero, crítico mordaz, quisquilloso, criador de malas pulgas, etc. Así, a prudente distancia, nos mantuvimos algún tiempo.

A los tres, o cuatro años de habernos conocido tuvimos el primer encuentro realmente grato entre nosotros. Ocurrió en los últimos días de marzo de 2011. En esa fecha se realizó un encuentro de escritores en Chimaltenango, en el cual coincidimos. El encuentro fue muy alegre y lleno de cordialidad. Tan así que, por la noche, luego de concluidas las actividades programadas, al cuarto en el cual nos hallábamos alojados Eduardo Blandón, Carlos René García y yo, llegaron Guillermo Paz Cárcamo, Maco Luna, Dennis Escobar y no recuerdo quién más. Por arte de magia surgieron las botellas de licor con las cuales remojamos la palabra hasta horas de la madrugada del día siguiente. Despiertos y conversando sólo llegamos Guillermo y yo, en medio de los ronquidos de Eduardo y Carlos René.

Recuerdo que esa conversación fue una puesta al día para Guillermo que, por los años permanecidos fuera de Guatemala, le era muy necesaria, según me dijo. En el cuarto, manifestó una gran curiosidad por saber sobre el ámbito literario guatemalteco y sobre la muchachada.

Luego de esa parrafeada, aún permanecimos distantes un tiempo hasta que, con algunos compañeros del PEN, comenzamos a hacer algunos viajes a El Salvador y Chiquimula. Fue a partir de esos viajes cuando comenzamos a acercarnos, por coincidencia de intereses literarios, históricos y de otras afinidades con Guillermo. Cada viaje nos daba la oportunidad de hablar, in extenso, sobre una variedad de temas interesantes que, siempre, nos obligaban a despedirnos en horas de la madrugada.

En las tertulias que armábamos comencé a otear su sabiduría y generosidad. Me encantó la sencillez con la cual se conducía. En ese transcurso, comenzó a hacer vida común con su compañera Lilí Elías.

Nuestras conversaciones y la relación más cercana que comenzamos a tener me permitieron ver que, lejos de mostrarse como una persona enojada, gruñona y bronquera, era, como suele decirse: un pan de Dios.

Cuando comenté esa faceta amable con los compañeros, comentaban que tuve suerte porque no me relacioné con él cuando padecía la «enfermedad» de la soltería. Le hice ese comentario a Guillermo en una oportunidad; de manera lacónica y con una sonrisa de aceptación, me dijo: «ha de ser».

A medida que nuestros encuentros y conversaciones se hicieron más frecuentes, me comenzaron a interesar varias facetas de él; por un lado, su experiencia como guerrillero, su exilio y el abordaje que en sus libros hizo sobre temas polémicos; por ejemplo, sobre la construcción imaginaria que se hizo en torno a Tecún Umán, o Tekum Umám, como él lo nombra. La leyenda de Tekum, según Guillermo «fue una fantasía montada en el escenario de la vida colonial y republicana para escamotear, oscurecer, borrar de la memoria colectiva de los pueblos, a sus verdaderos héroes y dirigentes». Por otro lado, en general, tuve mucho interés en su recorrido como académico. Y claro, esos acercamientos hicieron que nuestra amistad permitiera confidencias y fortalecimiento de la amistad.

Algunas de las características de su personalidad que me agradaron bastante, fueron su sencillez, su modestia y, repito, su generosidad. Discurría sin imponer; su elocuencia estaba apoyada en dosificar el caudal de sus palabras que, como riachuelo, fluye de manera pausada y, a cada trecho, descansa en pozas refrescantes. Por eso era tan ameno conversar con él, preguntarle, indagar. Claro, mejor si era con algún incentivo líquido.

Su libro Insurrectos fue una ilusión que, cuando tuvo en sus manos la edición, lo puso muy contento; a la vez, como la gran diabla. Resulta que cuando me lo dio ya impreso, me puse a leerlo de inmediato. Desde que comencé la lectura, noté que estaba habitado por muchos errores; algunos de ortografía, otros de sintaxis y, sobre todo, de dedo. Mientras lo leía, iba marcando con lápiz los errores que detecté. Al concluir la lectura, le hice saber a Guillermo mi impresión sobre el libro. Sobre los errores, me dijo que él se dio cuenta casi desde que le entregaron la edición. Lo que sucedió fue que, por un error, el entregó a la editorial el pdf equivocado; es decir, no el que ya estaba corregido sino otro en el cual le faltaba la revisión atenta. No sé si, al final, imprimió la versión revisada; creo que no.

El tema de su participación en el movimiento armado fue algo que él miraba con espíritu crítico; sobre todo, al formularse la pregunta de por qué no se había ganado la guerra y a responderse desde su experiencia y tomando en cuenta los puntos de vista y experiencias de otros espectadores y participantes en ese asunto bélico. Supe de un libro que, al momento de su muerte, estaba escribiendo, precisamente, sobre el tema. Varias veces nos reunimos para dialogar en torno al asunto. Tuve la suerte de proporcionarle documentos raros que poseía en torno a ese momento histórico que, según me contó, le fueron de mucha ayuda. De repente, unos meses antes de su muerte, le pregunté:

—¿Cómo vas con el libro?

—Fijate que no he avanzado mucho —me dijo—, me ha entrado cierto desgano y voy muy lento; espero que más adelante recobre el ánimo.

Así que ese libro se quedó inconcluso.

Por otro lado, respecto a su generosidad, tengo bastante que contar pero, entre muchas muestras, el me animaba a que publicara mis libros; yo le argumentaba que, en buena medida, no publicaba porque no tenía los fondos para imprimirlos. Entonces él me dijo que, por lo menos, comenzara a compartírselos para que él los leyera. Así fue como, uno de los dos libros que publiqué hace poco, el financió totalmente la edición y me la obsequió. Me enteré, también, de otros casos de escritores a quienes él ayudó económicamente para que publicaran sus obras.

Su generosidad no solo abarcaba lo material sino, también, otros ámbitos humanos en los que su solidaridad y disposición a ayudar se desbordaron.

Toda su experiencia de vida, a pesar de las vicisitudes por las que tuvo que transitar, lejos de hacerlo un ser amargado lo proveyeron de comprensión para entender al ser humano. Ese aspecto, en buena medida, lo hizo asentar su sabiduría y compartirla. Lejos de mostrarse como un ser amargado, a mí me pareció un ser humano dotado de alegría y buen humor. Sólido en sus ideas, pero comprensivo y respetuoso con las de los demás.

Recuerdo que, cuando murió Elías Valdés, Guillermo fue quien le propuso a Eduardo Blandón la idea de hacer un suplemento acerca del escritor chiquimulteco. Guillermo apreciaba bastante a Elías Valdés y aguantaba de buen grado las bromas que el viejo le hacía respecto a la cola que él se hacía en el pelo. Cuando nosotros llegábamos a Chiquimula y Guillermo no nos acompañaba, Elías nos decía:

—¿Por qué no trajeron al de la colita? Ya tenía listas las tijeras para cortársela y que parezca machito.

A Guillermo le daba risa y decía; «un día de estos le voy a dar gusto al viejo». Pero Elías se adelantó.

—Se murió el viejo —me dijo Guillermo—; se fue sin darse el gusto de quitarme la cola.

En el suplemento que le sugirió hacer a Eduardo, Guillermo iba a participar; sin embargo, ya no pudo hacerlo por la indisposición de salud que lo afectó. El sábado 22 de mayo le compartí el suplemento sobre Elías, de manera electrónica, y lo vio. Lilí me escribió diciéndome que estaba contento por la publicación. Jamás pensé que al día siguiente muriera. Me dio mucha tristeza.

Y bien, vayan estas líneas a manera de abrazo y agradecimiento para Guillermo Paz Cárcamo por su amistad.

De verte tengo, maese Guillermo.

PRESENTACIÓN

Un gran amigo se nos ha adelantado y nos deja tristes, Guillermo Paz Cárcamo, el Patojo.  Es unánime el sentimiento no solo para sus familiares y amigos cercanos, algunos de ellos externando sus emociones en nuestro Suplemento Cultural, sino para quienes tuvieron acceso a su trabajo intelectual, permeado de pasión por la lucha por la justicia.

En Guillermo sobresalían algunos valores que explican sus opciones fundamentales a lo largo de su prolongada vida.  En primer lugar, su sensibilidad social, luego, el amor por la verdad y la defensa de los marginados, y, finalmente, la esperanza aferrada a las posibilidades de cambio.

De otra manera no se entendería ni su lucha armada en los años de juventud ni su quijotesca labor editorial en el último trayecto de su existencia.  En el fondo creía en la perfectibilidad del ser humano, compartía la convicción de antaño respecto a la realización de una utopía social en la que se pudiera convivir.  Eso lo llevaba a recomenzar siempre uno y mil proyectos (de todo tipo, también las empresas sentimentales) con una tenacidad propia de gladiadores.

Lo suyo, sin embargo, no eran sueños fatuos o ilusiones absurdas, Guillermo vivía anclado en la realidad.  Y estoy seguro que sufría por el mal encarnado en el mundo.  Quizá por ello se resistía a la fe en un Dios presumiblemente benévolo, la maldad era tan evidente que le era imposible afirmar deidades candorosas, muy preocupadas por los afanes humanos.

Con todo, no necesitó apoyos religiosos para amar al prójimo.  Expuso su vida en años donde muchos pasan sin encontrarle un sentido y continuó sus frentes en períodos en el que también otros buscan el reposo aislado para disfrutar su bienestar.  Por ello, no veía la muerte con tristeza o resignación, sino como un capítulo necesario, premio al esfuerzo realizado.

Ya te extrañamos, Patojo.  Nos queda, sin embargo, los buenos recuerdos y tu ejemplo para no resignarnos y cruzarnos de brazo.  Seguiremos la lucha, es el mejor reconocimiento del afecto compartido en el tiempo que se nos permitió vivir.   Hasta siempre, buen amigo, ya nos encontraremos con alguna deidad para presentar nuestros reclamos por la infamia de su silencio o su complicidad con las entidades del mal.

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