Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor
Mi regocijo al llegar a la cantina se esfumó al nomás trasponer la puerta. En la silla que tradicionalmente ocupo, veo a otra persona. Está semi borracho; tiene los ojos medio abiertos, como si tuviera ganas de morir. Su risa idiota parece burlarse de mí y decirme de manera interior: te gané la silla, cabrón. Además porque, en la rockola, mientras suena una canción de Los Bukis, él dice: «eso es arte, eso es arte, eso es arte». Siento unas enormes ganas de estrangularlo al escuchar su blasfemia, pero me aguanto. Me digo: «Mejor me voy al carajo».
Doy la vuelta con intenciones de salir; la voz de Rosita, suena rebotando en las paredes de la cantina como pelotita de pin-pong, me dice con palabras hechas para remediar resacas incurables: «¿Ni siquiera va a saludar, don Érick?»
Después de darle un besito en el cachete a Rosita, sentir su agradabilísimo aroma y aspirar su aliento a melón, ella dio la vuelta como tornillo en tuerca bien aceitada. Al regresar conmigo, traía limpiador, vaso, el licor que tomo de manera habitual y unas servilletas en la bolsa de pecho de su blusa. Puso el vaso y el frasco de licor sobre la superficie. «Ahorita le traigo limón y sal», me dijo. «¿Con soda lo va a tomar, don Érick?».
Como reo frente a juez de sentencia oí sus palabras; no atiné a decir más que: «con soda, plis». Me senté a la mesa; traté de elaborar un diccionario de insultos contra el usurpador de mi silla.
Por dentro se me retorcía el hígado; sentí como si una correntada de espuma me fuese a salir por la boca. Lo peor fue que esa sensación espumante me vino cuando vi el dibujo de dos sapos mostrados en un cartelito pegado en la pared; uno de los batracios le decía al otro: «Hoy no se da fiado». El otro: «Mañana tampoco». Lo más perro fue que no me dio risa sino me acrecentó el emputamiento.
—Como boquitas tengo revolcado, manillas, fruta… ¿Qué le sirvo, don Érick?
Tuve la sensación de que los ojos del usurpador se salían de las cuencas y saltaban al mostrador; allí tomados de las manos bailaban un movido Kasachok; lo recorrían de ida y vuelta mientras las pupilas, como policías en puesto de registro, me esculcaban desde el pelo hasta los zapatos.
Rosita se dio cuenta de mi rabiosidad. Sin modificar su sonrisa, como si fuera una bailadora de flamenco, me pareció que dio una vuelta taconeando mientras hacía sonar sus castañuelas; enseguida, como si me tirara una canastada de flores aromáticas a la cara, me dijo con voz de cuchicheo: «¡Qué guapo viene hoy, don Érick!»
«Me escupen las putas» —pensé.
—Usted viene preocupado, don Érick.
—No —fue lo único que salió de la tómbola de mis palabras.
—Lo conozco; usted no me engaña…
Dio la vuelta, como si fuera la Gloria Stefan; con un meneíto de conga me dejó sentado con la sensación de estar recibiendo un masaje de estupidez.
Mi vista se dirigió al borracho; él, al percatarse de mi mirada, abrió los labios de manera leve para sonreírme; sin poder evitarlo vi cómo se le escurría un pequeño hilo de saliva.
«Te voy a estrangular», pensé.
Mis manos se engarrotaron a media ejecución cuando Rosita, con su más pulida sonrisa y los labios recién pintados, regresó; destapó el envase de licor; enseguida, con precisión milimétrica: sirvió mi dosis habitual. A continuación, exprimió dos rodajas de limón dentro del vaso; le echó unos granos de sal al contenido y vertió la soda. A tomar el vaso iba yo, para probarlo, cuando me dijo:
—Permítame, don Érick.
Con un mezclador revolvió bien los líquidos vertidos. Tomó una de las rodajas del limón exprimido y lo frotó en la orilla del vaso; a continuación, sus uñas recién pintadas refulgieron en mis ojos cuando vi que con sus dedos índice y pulgar, adhería a la boca del vaso granitos de sal gruesa. Luego de todo ese ceremonial, me dijo, con la más absoluta sencillez: «está servido, don Érick; que le caiga bien».
Con una coquetería, ahora de bailadora de samba, dio un giro y desapareció; quedé a merced del vaso servido y con la boca llena de saliva producida por las ansias de beber tan apetecible trago.
Antes de beber el licor, observé que el borracho ahora me miraba de reojo. Estuve a punto de decirle alguna grosería, pero la bailadora de samba llegó, de nuevo, con un platito que colocó en la mesa y columpiándose en una sonrisa de hamaca en día soleado, me dijo, mostrándome sus dientes tallados por angélicas manos: «le traje un poco de manillas, de las que a usted le gustan, don Érick».
«La paz de Alá sea conmigo», pensé. A continuación, puse el vaso en mi boca; de inmediato me pareció que una legión de ángeles se colocaba en torno mío y con voz meliflua me decía: «tomá tu trago, Eriquito; disfrutalo».
Ingerida la bebida, puse el vaso en la mesa. A secar mis labios con una servilleta iba, cuando el borracho pronunció: «así se orina y no por gotas».
Rosita, como si hubiese tenido cronómetro en su mano u oído biónico, llegó cuando todo mi organismo comenzaba a emputarse y a planear algún insulto contra el entrometido borracho.
—¿Cómo le cayó su traguito, don Érick?
Quise fingir una sonrisa, pero al momento me dio una tosedera de la gran diabla. Luego del toj, toj, toj, estornudé varias veces.
Rosita iba a hablarme cuando el borracho, con sus ojos a medio abrir y con la baba cayéndosele, me dijo: «métase el otro trago, para que se le alivie el soco».
«Yo lo ahorco, lo ahorco, lo ahorco» —pensé.
A levantarme, para reclamarle y pedirle al borracho que se callara y no se metiera conmigo iba, cuando Rosita, como si fuera declaración de amor, me dijo: «No le haga caso; don Elmer cuando se pasa de tragos, se pone algo latoso. Pero no le ponga asunto. En el fondo es buena persona».
«¿Le sirvo el otro traguito, don Érick?
Lo que sentí en mi boca, me pareció espuma de pequeños fragmentos de vidrio mezclados con soda cáustica que, al menor movimiento, laceraba mi cavidad bucal. Solo atiné a mover mi cabeza en señal de afirmación; Rosita, con previo meneíto de twist en su cintura, procedió a servirme el otro trago y a reconvenirme:
—No se ha comido las manillas, don Érick.
A puras penas logré esbozar una sonrisa; enseguida, tomando unas semillas, las llevé a mi boca.
—¿Están ricas, verdad? —dijo Rosita, con candidez infantil.
Luego de preparar mi trago, Rosita puso sus manos atrás; como si se dispusiera a bailar un son; dio la vuelta y se fue rumbo a la cocina. Pero no llegó, porque el tal don Elmer la tomó de su brazo y la retuvo; en seguida, se acercó al oído de Rosita y le dijo algo. Solo oí que ella le respondió: «con mucho gusto, don Elmer». A continuación, el tal don Elmer se levantó con cierta dificultad y sacó algunas monedas y unos billetes de su bolsa, los cuales le dio a Rosita.
Con las monedas en la mano, Rosita fue a la rockola.
A comenzar a beber mi nueva poción iba, cuando oí el «plin» que hacía el aparato al caer una moneda. Cinco veces sonó el puto «plin».
«Ojalá que no, ojalá que no, ojalá que no…», pensé.
Justo cuando ponía el vaso en mi boca, comenzó a sonar: «Ya llegué de donde andaba, se me concedió volveeer…»
—¡Ajúa!, ¡los alegres de Terán!, ¡Sa’ música sí es de cantina, qué chingaos! —dijo Elmer. ¡Eso es arte, eso es arte, eso es arte!
«Padre, si quieres, aparta de mi esta copa, pero no se haga mi voluntad sino la tuya», supliqué. Pero no la apartó. Entonces me tomé el trago con la intención de largarme de ese lugar para no aguantar más al tal don Elmer.
Me levanté y fui al sanitario. Al salir, me dirigí al mostrador de la cantina y le pregunté a Rosita:
—¿Cuánto debo?
—¿Ya se va?
—Sí.
—No me debe nada. Pero no se puede ir todavía.
—¿Por qué?
—Porque mire….
Señaló a mi mesa. Vi que los envases vacíos del licor y la soda ya no estaban; en su lugar habitaban la mesa dos frascos, pero llenos.
—Don Elmer pagó su cuenta; además lo invitó a que se tome otro traguito.
Dirigí mi vista al tal don Elmer, pero vi que su cabeza, como si estuviera dormido, estaba doblada hacia su pecho.
—No gracias —le dije a Rosita—; voy a pagar mi trago; además ya no quiero tomar otro.
—Pero cómo hago, don Érick, la soda ya está destapada.
—No importa; se la pagaré, pero no me la tomaré.
Rosita me hizo una señal con el dedo índice de su mano derecha y salió del mostrador; enseguida me llevó a la entrada de la cocina.
—No sea así, don Érick. Don Elmer es buena persona; lo que pasa es que está un poco tomado, pero es inofensivo. Además, en lo que usted entró al sanitario, se refirió a usted como una persona que le caía muy bien; que se miraba muy educado y que él aprecia a ese tipo de personas. Yo le dije que usted no lo iba a aceptar la invitación al traguito.
—¿Y qué le dijo?
—Pues que si usted no aceptaba él trago, no tenía importancia; lo importante era que con la invitación solo quería demostrarle que usted le caía muy bien.
Aun dudoso, regresé a mi lugar. Iba a agradecerle al mentado don Elmer por el trago y a decirle que no me lo tomaría.
Mi sorpresa fue que, al retornar, él ya no estaba.
«¿Qué hago?», pensé.
Rosita adivinó mi pensamiento. Se acercó con una gracia enorme, haciendo unos pasitos de mambo. Dándome unas palmaditas en la espalda, sin ningún preámbulo, me preguntó:
—¿Le sirvo el traguito, don Érick?
Levanté mi vista hacia su rostro; su gracia, el meneíto que ahora hizo de cha cha chá y su sonrisa no permitieron negarme; solo atiné a decirle:
—Gracias, Chochi; sírvalo, por favor.
PRESENTACIÓN
Cantina, entrañable cantina
Pareciera que en nuestra edición de hoy nos hemos dejado arrastrar por lo profano con el texto titulado, Cantina, entrañable cantina, a cargo de Juan Antonio Canel Cabrera. No es cierto. En primer lugar porque ni siquiera cabe ese tipo de diferenciaciones (profano-sagrado) en el universo de la literatura, luego porque el arte, por su misma naturaleza, tiene un carácter ético que dista de cualquier contenido que la desvirtúe.
En esa línea, ya justificados, proponemos a usted el relato con afanes hermenéuticos. Esto es, sugerirle que, más allá de la lectura plana, desentrañe las propuestas en busca de lo que Jaspers llamaba “cifras”. Más claramente, se trata de que al trascender las representaciones, el lector superior perciba el sentido que se esconde en los textos.
El mismo discurso cabe para las demás contribuciones del Suplemento. Me refiero a los artículos de Fernando Mollinedo, Elpidio Guillén y Luis Aguilar. Explórelos y cuéntenos su reacción y provocaciones que encuentre en ellos. Esa diversificación de lecturas favorecerá su paladar siempre más exigente en la medida que frecuente a los grandes. No dudo desde ya en la calidad de sus gustos.
Desde ya le deseamos un feliz fin de semana. No olvide escribirnos a nuestra dirección electrónica: ejblandon@lahora.com.gt
Hasta la próxima.