No me cabe duda que, a partir de abril del 2020, el hospital se puso de cabeza, al igual que todos nosotros y para aquellos que trabajamos en cuidados paliativos u otras enfermedades graves, fue un momento de gran necesidad, reflexión y sacar valor.
Lo primero fue un choque de pasmo: no sabíamos a ciencia cierta qué tendríamos que hacer: todas las cosas en las que habíamos estado trabajando, de repente se nos esfumaban de la mente y ésta la ocupaban otras: la familia, el aislamiento social, la necesidad de una toma de decisiones de alta calidad ante una enfermedad grave, la atención a los síntomas y comodidad, frente a una enfermedad que no sabíamos ni cómo tratarla, ni si sería curable y la importancia de una comunicación de alta calidad en cada faceta de lo que hiciéramos. Todo eso iba cargado de tensiones, limitaciones; no estábamos preparados para nada. El sistema de salud tampoco y nuestra ciencia ignoraba mucho.
Apenas dos semanas de transcurrida la alarma, en respuesta a un suministro inadecuado de personal y equipo de protección (EPP) de haberlo solicitado sin respuesta alguna, todo se volvió improvisado y todos trabajábamos bajo un temor adicional: nosotros podríamos ser los próximos y morir y nada de eso lo podíamos detener salvo si huíamos.
Ya al mes, la pandemia había alterado todos los aspectos de cómo trabajábamos y hacíamos nuestro trabajo. En las salas usuales de cirugía, de pediatría o de medicina interna, nuestro espíritu se exacerbada ante un NO HAY continuo y muchos se mantenían furibundos, ante el desafío de tratar con pacientes con nuevas condiciones crónicas y con aquellos que ya las tenían y ambos perdían la atención que normalmente habrían recibido. NO me cabe la menor duda, que la pandemia agregó y amplificó las tremendas disparidades que existían en la atención que brindábamos en nuestro y todos los hospitales. Miedo a admitir nuevos pacientes, miedo a que no teníamos recursos ni humanos, ni material disponible, todo volcado a los casos de COVID-19 y descuido de otros. Algo que se fortaleció entre todo el personal, fue un aumento y aprecio del trabajo en equipo de cuidados, pero que se desvanecía pronto, por un constante recambio de personal de acuerdo a las demandas del COVID.
Durante el 21 y 22, mucho paciente crónico pensó que si iba al hospital era para morir y no era así, muchos se salvaban luego de intensa atención que se les prestaba y se atendían las emergencias aún en los pasillos, pero todo escaseaba; adentro incluso las respiraciones se hacían con aparatos de mano llamados resucitador Ambu o resucitadores manuales, que empleábamos para proveer continuamente oxígeno a los pulmones de una persona que necesitaba de un proceso llamado ventilación. Ahí permanecía el personal dando esa respiración manual hasta que los dedos de ambas manos decían “ya no puedo” o la condición del paciente dictaba ¡basta! he muerto; pues carecíamos de respiradores modernos.
La atención al COVID aún continúa. Ahora vienen muchos a consulta en busca de atención por síntomas de «COVID prolongados» que incluyen pérdida de memoria, dificultad para respirar, fatiga y dolor de corazón, muchas cosas.
Sabe que es lo triste en esta historia de dos años: el descuido a los pacientes con otras enfermedades, no debido a decidía del personal existente, sino a la falta de personal. Mentiras del gobierno que ofreció contratar a personal, no lo hizo, ni una sola persona se agregó y ahora nos preguntamos ¿Por qué no pagó a estudiantes de medicina de último año, de enfermería y las universidades les deberían haber reconocido su trabajo con créditos? No nada de eso se hizo y el personal continuamente disminuía, algunos porque enfermaban, otros porque padecían de enfermedad crónica y si se contaminaban podían morir. USAID y otras agencias que ayudan, deberían estudiar lo que realmente sucedió en los hospitales, pues es una lección que serviría para estar listos en el futuro.
Pero hablemos de los pacientes con enfermedades crónicas. El personal hospitalario reconocíamos que las personas sin COVID, también requerían de atención por descompensación o lo avanzado de su enfermedad, y la tensión y necesidad de la pandemia en nuestro sistema de salud, afectó el acceso al tratamiento para estas personas. Muchas, dada la espera, venían muy graves y vinieron a morir al hospital, pero la mayoría ha de haber muerto en sus casas, al menos ahí lo hicieron más dignamente que acá en el hospital. Esa situación es algo que también se deberá estudiar para que no suceda en el futuro.
Es muy claro que tuvimos todo tipo de descuido brindado al paciente de COVID como de otras enfermedades, no solo por falta de equipo sino porque no estábamos entrenados en cómo manejar todo el hospital ante situaciones de emergencia pandémica. Estamos seguros que a las más de 20,000 muertes por COVID, se suman las otras enfermedades debido a falta de debida atención y acceso a los servicios.
La pandemia fue injusta con la gente también. Es claro en que la guadaña y las lesiones caen más en ciertos grupos de población. Los daños y secuelas del COVID como el de enfermedades crónicas, afecta más a los pobres y de igual los desahuciados. Debido a disparidades, creo que los muertos y lesionados de guerra que dejó el COVID y las enfermedades crónicas, pudieron en buena parte evitarse. Vamos a necesitar para el futuro, una programación novedosa, más y mejor fuerza laboral entrenada, como dicen los nuevos internos, mejor uso de telesalud y las palancas de políticas que nos ayuden a prepararnos mejor para un futuro el acceso a servicios a todos.
Pero lo más importante para lograr un mejor sistema de salud, está por venir. De las muchas lecciones de la pandemia que me queda como médico, es que sin la gente no se crea recuperación. Mire, cuando uno sigue las comunidades que resolvieron mejor la pandemia, contra las que no, uno llega a una conclusión: Las comunidades se recuperan cuando las personas eligen comprometerse, reconectarse y reconstruir donde se necesita y esta es una tarea de concientización que el Estado no hizo. Debemos hacer de esa reflexión un llamado al aprendizaje y la acción a la sociedad. Un llamado a participar en una atención compartida para mejorar la vida de las personas con graves enfermedades; muchas cosas se pueden hacer en casa y no se hacen por ignorancia, pero también por desidia y desinterés.
Es muy evidente que tenemos una estructura y organización de salud y social, que ha sido insuficiente por atenuar las causas de muchas enfermedades y los riesgos de adquirirlas, incluso dentro del personal profesional de salud, se alienta un exceso de confianza en atención clínica, dejando a la deriva la comprensión, anticipación y capacidad de respuesta de causas y riesgos y en una emergencia como COVID, eso fue más que evidente.
Mi gran temor al futuro que nos plantea el COVID, pero podría extenderse a otras enfermedades es: ¿Quién de nosotros podría afirmar con absoluta confianza cuál será el curso de la pandemia que estamos viviendo que pensamos y creemos estamos a punto de terminar? Las vacunas y otras medidas ¿conducirán a la supresión de la enfermedad?, y ¿Qué tan efectivos serán nuestros nuevos tratamientos para suprimir el desarrollo de enfermedades graves que se puedan derivar como efectos secundarios? Al menos deberíamos tener claro el papel que nos corresponderá a nosotros, discutirlo y montarlo y no dejar que el azar decida. Como bien dijo un paciente que se recuperó luego de un mes en el intensivo, lo recuerdo también por su buen humor y al dársele su alta me dijo: Este virus es el más juguetón que he oído y no ha terminado con todos los trucos que puede hacer, es un mago, tiene bajo la manga en términos de variantes y otros desarrollos de nuevo nuestra vida en sus manos y creo que esta vez sorprenderá. Estas palabras me hicieron recordar una reflexión de mi maestro de medicina interna: Toda esta incertidumbre, superpuesta a la infrecuencia de una enfermedad, hace que enfrentarla sea un desafío permanente.