Los tres últimos números de “Prensa libre” han publicado bajo el título “dos años de coronavirus” varios aspectos relacionados con lo que ha sucedido con la pandemia desde varios puntos de vista. Hay uno que me interesa señalar: salud mental. Esta ha sido juez y parte en la evolución de la pandemia y en otras publicaciones de prensa, se ha mostrado su magnitud de daño.

Escribir sobre salud mental es difícil y no cabe duda que aún antes de la pandemia era una de las enfermedades más importantes y costosas, económica y socialmente, que tenemos. No conozco a nadie cuyo comportamiento y conducta no haya sido tocado por la pandemia y puede ser uno de los temas más difíciles, enredados y ambiguos de estudiar epidemiológicamente por la salud pública y ello en buena parte se debe, principalmente, a la falta de interés y experiencia de parte del sistema de salud sobre el tema, junto con su atención dirigida a otros temas del problema nacional de salud. Lo peor de ello es que, es el comportamiento individual y colectivo, el que determina y moldea el mundo social, económico, ambiental y político de una nación, es el causante de un estilo y modo de vida.

 

Un primer error en nuestro análisis en este campo, es que tendemos a pensar en la salud, la enfermedad, la capacidad y la discapacidad como cosas en blanco y negro y como problema de cada quien y más cuando de salud mental se trata. No solo los sanos se deterioran en su salud mental. Enfermedades activan su aparecimiento o deterioro (infecciones, cáncer, enfermedades crónicas, drogadicciones). Nuevas como el coronavirus también. Se medicalizan nuevos tipos de comportamientos (piense en los trastornos del espectro autista, hiperactividad, insomnio), otros se desmedicalizan. Muchos de los que antes se consideraban «discapacitados» ahora se enfurecen con la etiqueta, mientras que lo que antes se consideraba solo un comportamiento variante es un tipo de discapacidad (el TDAH podría ser un ejemplo, aunque también es un ejemplo de medicalización). Las muchas variantes de comportamiento que abarca la «salud mental» son tan diversas y ambiguas, que casi cualquier cosa general que se diga sobre ellas tiene excepciones. Así que en el mundo de la salud mental, hay muchos matices de gris. En el sentido más general hay comportamientos, que pueden llegar a ser claramente tanto patológicos como incapacitantes y que se vuelven normales o estándares de casi cualquier persona, sin que esta lo reconozca como problema de salud mental.  Incluso cuando resulta tan evidente su atipia, o sea, no ser lo común como: oír voces, ver cosas que nadie más puede ver, recibir instrucciones de entidades no intersubjetivas, es considerado una patología, e incluso personas que se consideran normales, pero profundamente religiosas u observantes, podrían encajar en esa categoría. De todo eso pareciera que ha habido un aumento en la pandemia. Pero poco oímos hablar de todo eso, metiendolo en un canasto como esquizofrenia o depresión o trastorno bipolar. Todas estas cosas existen en un espectro de severidad y frecuencia que parece aumentar en el y con el distanciamiento social, con espectros variantes dentro de ellas. Ah, pero en nuestro medio, por lo general, no hay mucho desacuerdo en que realmente no son patologías de algún tipo y no es extraño cunado se consideran que si son patologías, que no se consideran en la misma categoría que otras patologías e incluso, suelen ocultarse, no discutirse, o negarse, con mucha más frecuencia que otras cosas que son patologías evidentes. Sobre esos aspectos del comportamiento, no hay estudios serios, solo anecdóticos y experiencias desperdigadas.

 

Mi segunda observación entonces, es que existen conductas como las señaladas arriba, que a diferencia de lo que produce el no caminar o respirar, son más a menudo conductas que afectan las relaciones sociales o interpersonales y que se relacionan más con vida interior. Entonces, la patología pandémica también produce una forma de discapacidad mental: la discapacidad para comunicarse o llevarse bien o tener relaciones adecuadas con los demás. Esa es una discapacidad que no se limita a la persona porque es una discapacidad que afecta a otros, a menudo a nosotros. De hecho, somos parte de esa discapacidad y nos convertimos en discapacitados a su vez. No podemos tener una relación normal con la persona. Es como si pudiéramos caminar bien en la mayoría de los lugares de nuestra mente y la sociedad, pero cuando vamos a ciertas áreas, al territorio de la persona con una enfermedad que llamamos enfermedad mental, ya no podemos caminar correctamente. Es frustrante para nosotros. Así que no vamos allí. Los evitamos.

Mi tercera observación es que debido a que la enfermedad mental significa discapacidad cognitiva-comportamental, con diferentes estadios y variaciones en cuanto a magnitud y durabilidad. No puede considerarse por sí sola y aislada de un modo de vida participativo y puede causar gran dolor y soledad, sin mencionar comportamientos destructivos o autodestructivos, que pueden poner en peligro a la persona o a los demás. Pero más allá de eso, solemos olvidar que su discapacidad también es nuestra discapacidad. Es contagioso de la misma manera que un virus puede ser contagioso. Las cuarentenas restringen a las personas que están expuestas pero que no están infectadas. Cuando estamos separados de las personas con el tipo de discapacidad conductual de la que estamos hablando (como quieras llamarlo), es decir, el tipo de discapacidad que interfiere con las relaciones con los demás, nos estamos poniendo en cuarentena, limitando nuestra propia libertad y comportarnos. Este no es un pensamiento sofisticado, pero desenmascara y pone a prueba la poca y pobre experiencia que el sistema de salud y el social tiene sobre la salud mental y sus enfermedades y el poco aliento a las personas para buscar ayuda si la necesitan.

Mi opinión es que todos necesitamos ayuda con esto, ya que nos afecta a todos: autodestrucción, la destrucción familiar y la destrucción de relaciones, violencia, aumento de drogadicciones, son solo algunos aspectos visibles del problema, a lo que se suma ocultamientos con grandes sufrimientos ya que, reconocer abiertamente un problema de conducta en nuestro medio, perjudica nuestra vida social y laboral y estamos acostumbrados al ocultamiento.

Pero también es cierto, que este desorden de conexión social, al que se suma el político, es una de las enfermedades más crueles que existen en nuestro país y que genera comportamientos más que anormales, de sobrevivencia; a tal punto que un psiquiatra guatemalteco decía hace tiempo a sus alumnos: «todos existimos en un espectro de comportamientos. Solo las personas en las colas de la curva para cada comportamiento están “enfermas”, pero es una pendiente resbaladiza«.  Y concluía diciendo: «Gran parte del problema es que los niños están a la cola de todos los comportamientos adultos imaginables: nuestros niños no están protegidos de los males sociales, de hecho, están activamente expuestos a lo peor que nuestra sociedad tiene para ofrecer«. Una psicóloga argentina, hablando de las limitaciones que impone a la salud mental la pandemia señalaba que esas limitaciones no solo como consecuencia de ella sino de una organización social existente y hacia ver: “los drogadictos a menudo piensan que son buenos padres, un engaño que es solo el comienzo de sus problemas como padres. Nuestras leyes de protección infantil no funcionan y solo se enfocan en aquellos con bajo nivel socioeconómico. Ahora más pero antes también, un buen número de los niños que atienden a las escuelas están agotados; pocos tienen rutinas regulares para acostarse y la mayoría duerme mucho menos. Muchos no hacen comidas regulares y están al tanto de las fechorías sexuales, sociales y legales de sus padres. Están sujetos a los estados de ánimo de sus padres, y muchos son abiertamente despreciados por sus familias sin razón aparente. Todos anhelaban la simple aceptación.

Somos en nuestro comportamiento, muchas veces irracionales en algún momento, eso no tiene nada que ver con una enfermedad mental más que cuando de un momento pasan a ser lo habitual.

Alfonso Mata
Médico y cirujano, con estudios de maestría en salud publica en Harvard University y de Nutrición y metabolismo en Instituto Nacional de la Nutrición “Salvador Zubirán” México. Docente en universidad: Mesoamericana, Rafael Landívar y profesor invitado en México y Costa Rica. Asesoría en Salud y Nutrición en: Guatemala, México, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Costa Rica. Investigador asociado en INCAP, Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubiran y CONRED. Autor de varios artículos y publicaciones relacionadas con el tema de salud y nutrición.
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