Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

Si la humanidad se hubiera creído eso de que “no hay nada nuevo bajo el sol”, ya lo creo que no hubiéramos salido del paleolítico, satisfechos con los dones de la naturaleza en espera constante de los cambios de estaciones.  Por fortuna el sapiens, siempre insatisfecho, ha desplegado su imaginación para desafiar los límites. Y no crea que solo me refiero a las maravillas del progreso científico, también la inventiva extiende sus alas en el universo conceptual.

Cito, por ejemplo, la palabreja acuñada no hace mucho tiempo por Adela Cortina, “aporofobia”, para referirse a la “fobia a las personas pobres o desfavorecidas”, como lo define ahora la Real Academia Española. ¿La había escuchado antes?  Es probable.  Lo cierto es que en los ochentas el concepto brillaba por su ausencia y vaya usted a saber los artificios del lenguaje para referirse al fenómeno.

Desde esta perspectiva del ingenio y el ánimo por desentrañar las verdades ocultas, le invito a que nos pongamos creativos y juguemos a dioses. ¿Con qué palabra definiría usted a los voluntariosos enamorados que se desenamoran en tiempo récord (digamos en término de horas)?  ¿Hay alguna palabra en español, siempre desde el universo de las emociones, para conceptualizar a los animosos que se casan y vuelven a comprometerse reiteradamente? ¿Irresponsables? ¿Palurdos? ¿Ingenuos?  Me temo que podemos volvernos más clínicos para darle mejor propiedad al objeto definible.
Si se lo piensa, verá que hay mucho por definir aún.  Y ya sabe el valor performativo de las palabras.  No hace mucho, recuerdo ahora, los sesudos psiquiatras (¿o fueron los médicos o psicólogos?) nos dijeron que existe una afección llamada “trastorno por déficit de atención e hiperactividad”, (TDAH). Los expertos convulsionaron el cotarro al indicar que es uno de los trastornos del neurodesarrollo más frecuentes de la niñez y que no tiene cura.

Con toda honestidad, al menos en lo personal, nunca creí que el mentecato de mi clase padeciera un trastorno incurable.  Los profesores deberían sentir, si lo consideran, remordimientos de conciencia por haber sido tan crueles con los que en ese momento juzgaron irresponsables, indisciplinados y permanentemente distraídos.  No lo eran porque lo quisieran, sufrían TDAH.

Ya ve, en consecuencia, que las palabras pueden extender puentes de comprensión en materia de conducta.  Pienso ahora en el neologismo “poliamor” que refiere a la relación amorosa simultánea, tres o más personas, “con consentimiento y conocimiento de todos los involucrados”, dice Wikipedia.  Visto así, nada autoriza a los inclinados a la moralina en llamarlos “degenerados” o “pervertidos”, es puro amor, de altos niveles, mucho amor.

Llegados aquí, espero haberlo convencido de que sí hay muchas cosas nuevas bajo el sol.  Necesitamos como condición la apertura y la voluntad de llamarlas por su nombre. Al final, pongámonos teológicos, esto encuadra con el deseo bíblico del Génesis donde Dios le pide a Adán ponerles nombre a todas sus criaturas.  Cumplamos, entonces, con el imperativo.

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