Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Hace uno 25 años saltó al hemiciclo de las discusiones tanto académicas como domésticas (hoy lo intelectual se convierte enseguida en artículo de revista parroquial y, ahora mismo, en runrún ensordecedor en las democráticas redes sociales) saltó, digo, la teoría de que eso que llamamos amor (y que Contreras Vélez llama pecado, en su bolero) no es más ni menos que la temporal respuesta de nuestro sistema hormonal, nervioso y cerebral a un estímulo lo suficientemente fuerte como para provocar un desasosiego y una inquietud tan descontrolada y “conmocional” como la que se despertó dentro de Pepe Batres para escribir el famoso madrigal.

Iniciáticamente fue campo de los endocrinólogos y los neurólogos que incluso llegaron a indicar cómo -lo que llamamos amor- provoca un mejor funcionamiento de los neurotransmisores, de las sinapsis y de las dendritas y la polución de la dopamina por todos lados del cuerpo y del cerebro. Pero pronto el tema alcanzó los valladares de la Sociología que admitió plenamente el impacto hormonal-temporal en lo que se llama relaciones de pareja, amor, matrimonio y el famoso “en familia”.
Y la conventual y púdica Guatemala se incendió de ira y de recalcitrante indignación reaccionaria de corte esquipulero: ¡No!, el amor es algo esplendoroso y sublime, negaban los reaccionarios. Mientras, uno pocos acogíamos las novedades científicas: sociológicas e inicialmente endócrinas y neuronales, como algo que decía una verdad que ya se conocía de antemano en todas las cultura: que el amor y el enamoramiento y/o el estar perdidamente enamorado no es sino un estado de “en celo prolongado” que tampoco nos dura demasiado: unos días, unos meses, unos años y luego viene el “Hogar, dulce hogar” representado magistralmente –modestia aparte- en mi novela del mismo nombre y que fueron las primeras formas mías de amor, odio, desamor y necesidad de vivir “en familia” por razones eminentemente económicas, en concreto más por parte de mi madre (y en consecuencia de sus hijos, nosotros) que no se podía ni se sabía ganar de otra manera la vida que no fuera en quehaceres domésticos, como todas las mujeres de clase alta y media por que los de la baja sí que pueden: la mujer haciendo toda clase de labores y los hijos yendo a la cosecha desde los cinco años de vida.

Las clases altas y medias deben –por causa de su “inutilidad”- soportar los abusos del varón feudal o “pater familias” –si nos vamos hasta Roma– dentro de una especie de prostitución (la hembra) y de servilismo (los hijos).

El amor es 1. una convención social de orden económico (esto lo estudia muy bien Engels) 2. Un acuerdo cultural. A la Cultura le conviene la forma de familia para que la Cultura funcione y 3. Una sublimación del sexo y del celo desbocados en (Les Liasons dangereuses de La Clos) culturalmente inseguras.
¿El amor existe o es un invento humano? Es un concepto tan abstracto que nunca el hombre lo ha digerido del todo (como la emoción más alta del ser humano) desde Salomón y David y sus harenes, hasta Donald Trump y su recua de prostitutas elegantes que nos obligan a pensar que la condición de la mujer debería ser otra.
Nací y crecí en un hogar completamente disfuncional. Tuve un matrimonio sin hijos y dos hijos sin matrimonio y fuera de matrimonio. No soy, claro está, el paradigma de lo que deber ser un cabeza de “en familia”.

Pero tal vez puede que vea más arriba de mis pasiones y de mis emociones (de niño, de joven y de adulto): de cuando fui víctima y de cuando victimicé y que por lo mismo no me engañe.

Deberíamos celebrar –si fuéramos valientes y no babosas– más bien el Día del Odio que del Amor. ¡Y del poli amor!, que es lo que he visto más objetivamente en la Cultura que me ha tocado vivir y en la ancestral de otros: ¡La de todos contra todos!
Qué pena por el “Yo pienso en ti”.

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