Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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Nuestros abuelos y padres presumían mucho de la formación moral y cívica que recibieron desde su niñez y cómo eso les fue moldeando un concepto de una ciudadanía que demandaba observar las reglas de convivencia sobre la base del respeto a las normas y leyes establecidas, excluyendo la noción de trampa en lo que debe marcar el comportamiento humano. De patojo leí el viejo libro “Compendio de Moral y Urbanidad” escrito en 1890 por el chileno José Bernardo Suárez y comentándolo con mi abuelo me hacía hincapié en que uno puede tener grandes aspiraciones e ideas, pero que el fin no justifica los medios y que el respeto absoluto a las normas es parte del sentido ético de la vida.

Hoy en día, luego de que se predicaron doctrinas que privilegian el individualismo y que hasta hacían ver que el egoísmo es una virtud en esa lucha por el “éxito”, aquellos viejos valores se han ido relajando y hemos construido toda una cultura que ignora normas y principios. Lo vemos desde cosas tan sencillas como el conductor de vehículo, desde motos y carros hasta buses, que se pasa tranquilamente los semáforos en rojo sin esperar los pocos segundos que faltan para que den luz verde y con el empresario de alcurnia y el viejo y experimentado político que hacen tratos a partir de los financiamientos electorales para que el Estado les ofrezca todas las ventajas, esas que se le niegan sistemáticamente al ciudadano común que no tiene otra que pensar en la migración como oportunidad para salir adelante.

La moral y urbanidad parece un viejo y abandonado concepto que ya ni en el recuerdo existe. Por eso vemos abusos como el de la explotación minera en Chiquimula donde, sin siquiera tomarse la molestia y cumplir con el nuevo requisito de pagar mordida, una empresa destruye una montaña a la brava e indigna a los vecinos que ven, molestos, ese proceder que destruye el entorno social y ecológico que les pertenece.

Por eso vemos que hay gente que públicamente elogia al Juez Moto que ha favorecido sistemáticamente con sus resoluciones a los sindicados de corrupción. Benefició, por ejemplo, a Arnoldo Medrano, ex Alcalde de Chinautla y luego tiene el descaro que requerir los servicios del abogado con el que transó lo de Medrano para que ahora presente una solicitud de exhibición persona. La pérdida de los valores implica también la pérdida del decoro y por eso vemos tanta desfachatez y cinismo en el comportamiento de quienes están no sólo saqueando al país sino destruyendo sus instituciones democráticas porque todas las ponen al servicio de la corrupción que tanto les beneficia.

Y ahora que nuestros niños reciben su formación vía internet y ven en la pantalla de la computadora al maestro que es una autoridad, cuánto cuidado deberemos tener con ellos para que no sean sorprendidos por alguno de esos venenosos gérmenes que son virales en las redes sociales y que pueden envenenar la mente de niños y jóvenes con las peores patrañas.

El rescate de la moral y urbanidad, del civismo y la ética como valores que nos marquen el rumbo de la vida y de la diaria actividad parece un sueño imposible dado el alud de podredumbre. Pero dejar de inculcar esos valores a nuestros niños sería claudicar de manera vergonzosa.

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