Mario Alberto Carrera
Igual que el famoso y tradicional fiambre del Día de Difuntos o el bacalao a la vizcaína del Viernes Santo: pocos ¡muy pocos, escasos, mínimos por no decir casi nadie!
A pocos días de comenzar el año de celebraciones por los 200 años de nuestra “Dependencia” nacional, pero sobre todo internacional, conviene –como indicaba hace pocos días en este mismo espacio- hacer un inventario, un balance, un debe y un haber en nuestras cuentas historiográficas que, estoy casi seguro, nos llevaría a declararnos en bancarrota si lo enfocamos desde la perspectiva de la interculturalidad.
“Somos lo que comemos”, dice una frase seductora y de marketing que hasta se emplea como indicador de sección en muchos medios de comunicación donde se empuja y presiona al consumismo supermercadista de las grandes empresas o trust internacionales como Walmart, Tardget, Aldi o Heb o más en la vecindad Aurrerá donde le venden ya preparado (per portare vía) guajolote en salsa poblana porque además y otro elemento en el diccionario fraseológico, ya desde el Siglo de Oro cervantino: la comida entra por los ojos.
Así las cosas y retornando al inicio de lo que hablábamos (usté y yo lector) unas buenas cuatro semanas antes de la Semana Santa y más y mejor en los umbrales navideños le venden, utilizando los medios más ad-hoc, la idea de las tradiciones, su cultivo, lo chapín y lo importante de celebrar “en familia”. Es decir, que del cultivo más acendrado de nuestras tradiciones (sobre todo gastronómicas) se derivan varias virtudes: su capacidad de “chapinidad” (de pertenencia a “su” Guatemala) de culto por las tradiciones que nos hacen respetuosos de nuestra “cultura” o de que somos bien nacidos porque todo ello lo aderezamos en lo tibio del hogar ideal (esto es, “en familia”) a pesar de que la mayoría de familias son disfuncionales.
Y (usté, lector) cae no solo en la trampa de la especie (también cultural y por lo tanto de la Iglesia) que le indica creced y multiplicaos (en este mundo que está en agonía) sino también en la trampa del consumismo arrebatado viendo cómo -aunque sea empeñando el carro o el reloj (usté, lector querido) lleva para cultivar esas tradiciones ¡que no debemos perder!, las frutas para el ponche, los tamales o al menos una gallinota grasienta en sustituto del chompipe de la fiesta.
Ahora (y con perdón de usté lector de periódicos y medios de comunicación lo voy a poner al margen) y hablaré de otro mundo guatemalteco. Del que vive en cierto modo en apartheid financiero. Al que le da igual que cumplamos o no 200 años de “Dependencia” interna -con los encomenderos- y externa con los gringos. Hablaré del que hace parte y conforma la mayoría de habitantes o sea más del 51%.
De plano, de tajo y con contundencia la mayoría de connacionales no comen ni tamales (con su ciruela, pasas y almendras) ni chumpe relleno de frutas en esta Navidad y Año Nuevo. Ni ¡menos aun! turrón de alicante, nueces y avellanas. Ergo o por tanto, la mayoría (más del 51 %) no son guatemaltecos porque no cultivan nuestras “costumbres ancestrales” ni se hartan “en familia”.
El 25% de los guatemaltecos viven en la miseria. El 26% en pobreza. Ya va el 51% que arroja mayoría. Y el restante 46-7 % dizque deben pertenecer a las estamentos bajo, medio y alto de la clase media. El resto, que no significan nada numéricamente, poseen toda la riqueza y no alcanzan a ser ni el 2% de toda la población guatemalteca.
Sin afanes leninista-stalinistas ¡ni cosa parecida!, y empuñando la socialdemocracia como arma ideológica, yo le digo, Señor Guatemalteco (que se alucina de fustán con picos y tal vez es cachimbiro) que ésta Navidad y Año Nuevo piense en quién come -y quien- no pavo y tamales; e intente un concepto de guatemalteco en la interculturalidad.
Y después, rece “en fuck familia” y dele gracias a todos los santos de que lo redimió Ríos Montt y su limpieza social y su genocidio. Así sea.