Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Imagínese usted, estimado lector, que vive en 1920. Estaría aislado en cuanto a noticias y no había forma que recibiera noticias objetivas y de amplia cobertura. La electricidad empezaba a implementarse, como también la aviación y los telégrafos goteaban la información al ritmo cansino de sus puntos y rayas. Los vecinos se transmitían informaciones, de boca en boca, pero las fuentes originales eran muy limitadas o falseadas; eran más bien chismes o rumores. Las gacetas o impresos venían siendo los mecanismos de comunicación desde la época colonial pero brindaban información local, muy local. A veces eran esporádicos, meras “prensas”, pasaron después a ser “periódicos” (una o dos veces por semana) y luego “diarios”. Por otra parte, por 22 años el dictador había ejercido férreo control sobre todos los medios impresos. La información era sesgada y, en todo caso, incompleta. El otro medio escrito era la correspondencia privada pero también muy limitada; las cartas “del exterior” llegaban por barco y e igualmente los gobiernos ejercían censura (abrían cartas). Por lo mismo la población se enteraba de las noticias sesgadas y mucho tiempo después que los hechos habían ocurrido.

Entre esas noticias que lograron traspasar los obstáculos estaban los relativos a la Guerra Mundial y la pandemia de la gripe española. Otra tendencia (“trending topic”) era el avance del socialismo –versión comunismo–, desde su foco central: la Unión Soviética. El fantasma de Engels, que recorría Europa, tomaba forma en la barba de candado y calva de Vladimir Lenin y su avance parecía incontenible. Muchos llegaron a temer que el nuevo orden mundial se basaría en el modelo soviético.

Hasta llegaban noticias desconcertantes de Estados Unidos. En enero de 1920, una disposición federal, vía, nada menos que enmienda constitucional –número 18—prohibía producir, transportar y beber licor ¡Imagínese compadre! A pura limonada y horchata. Nuestros “socios” del norte se estaban volviendo locos o algún tipo de trastorno les estaba afectando, tal vez secuela de la guerra o de la pandemia.

Pero las noticias que se gestaban en lo interno eran suficientes para mantener la atención de la ciudadanía. La declaración de junta médica (no contemplada en la constitución) estableció que 22 años de dictadura habían afectado la psiquis del Benemérito de la Patria. Estaba desquiciado pues. A pesar de sus berrinches y cañonazos tuvo que dejar la presidencia. Se generó obviamente un vacío de poder pero a diferencia de todos los cambios, en el mismo libreto de nuestros primeros 100 años de vida independiente (por cierto que hubo cierto repunte del sentimiento centroamericano al punto que se redactó una “Constitución de Tegucigalpa” para la reunificación de Centroamérica”), al caer Estrada Cabrera no destacaba ningún líder que tomara el relevo (o que hubiere sido figura principal en su derrocamiento). Por eso la situación tornaba confusa y turbulenta. Se insinuaban algunos militares: José María Orellana, Lázaro Chacón y Jorge Ubico.

Los “unionistas” se organizaron bajo la bandera de la referida reunificación aprovechando el impulso del centenario del 15 de septiembre. Sin embargo, esa pantalla ocultaba su principal objetivo que era derrocar a Cabrera. Por lo mismo fueron protagonistas en su caída y seguidamente propusieron a su candidato Carlos Herrera y Luna quien derogó muchas disposiciones del depuesto dictador. Entre ellas, algunas concesiones a la United Fruit Company y “allí está el detalle”. Un golpe, promovido por esta entidad frutera colocó a José María Orellana (a quien vemos en los billetes de un quetzal) quien empezó a gobernar en 1921 hasta que murió en condiciones misteriosas (¿infarto o veneno?) en el Hotel Manchén de La Antigua. (Continuará).

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