Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

El poder político puede obtenerse y mantenerse de distintas maneras, independientemente de si estas son legítimas o ilegítimas. Una de ellas es la utilización de tácticas y estrategias populistas que, a decir verdad, no son algo nuevo en el mundo, pero pareciera ser algo que ha cobrado cierta fuerza en la actual coyuntura de pandemia. Estas “estrategias” han sido utilizadas a través de la historia por un variopinto abanico de personajes pertenecientes a corrientes ideológicas diversas que atraviesan el espectro político de un extremo a otro, es decir, no es algo exclusivo de una ideología u otra, y tampoco puede considerársele como una ideología en sí, por lo que sería un error atribuirle su uso con exclusividad a una u otra corriente en particular. Tampoco debe confundírsele con una verdadera y legítima intención de actuar en función del bien común, puesto que ello también podría ser posible (ojalá). El populista, generalmente utiliza la descalificación y busca menoscabar la imagen de sus contrincantes (de lo cual sobran ejemplos), así como magnificar las problemáticas del Estado o que éste (el populista) asume como tales y a su favor; esto lo hace con la finalidad de autoproponerse, subliminal o abiertamente, como el salvador y solución de cualquier problema existente o por venir. En muchos casos, sin importar tampoco la exacerbación popular y sin reparar en si con ello se avivan los conflictos o dificultades sociales que puedan eventualmente existir. Y en esa dinámica, se relega evidentemente a segundos planos la utilización de métodos científicos, académicos, y se desdeña la profesionalización en la política y en el ejercicio de la función pública, algo de gran importancia notablemente, entre otras cosas, para la elaboración de programas, buena ejecución, recolección de datos y estadísticas, diseño de políticas públicas, y, por supuesto, para generar verdaderos planes de gobierno cuya implementación en la práctica gubernamental es de vital importancia en función de cumplir (en el más alto porcentaje posible) con las expectativas ciudadanas. El descontento popular generalizado o en alto porcentaje, las expectativas ciudadanas incumplidas, la necesidad de cambio y la pobreza persistente, son abono que hacen un campo fértil para la adopción de soluciones rápidas y cortoplacistas que, las más de las veces, resultan contraproducentes para la sociedad en su conjunto y particularmente para aquellos que por lo regular están en desventaja y que son, mayoritariamente, quienes pueden ser más fácilmente influenciados (aunque por supuesto no con exclusividad). El desarrollo de un Estado no se alcanza mintiendo; no se alcanza improvisando; no se alcanza imponiendo absurdas formas de accionar sin conocer realmente la realidad; no se alcanza sin una ruta clara y precisa de lo que hay que hacer en función de ese tan manoseado bien común del que tanto se habla hoy día. La improvisación y la inercia no deben ser consideradas una opción en este caso, de ninguna manera.

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