Adrian Zapata

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Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Adrián Zapata

En recientes declaraciones, el Presidente de la República ha dicho, con su habitual estilo sobreactuado, que habrá transformaciones en el MAGA. Al referirse a este Ministerio, le ha colocado el cómico apellido de “…y otras hierbas”.

Es difícil saber si son planteamientos serios o solo son “ocurrencias”. Pero algunas aseveraciones hechas por su Ministro de Agricultura, el Ing. José Ángel López, hacen pensar que tal vez se está intentando hacer una propuesta formal y fundada.

El Ministro ha dicho que esa cartera ya no debe seguir repartiendo alimentos, ya que su función es la producción, entendiendo, por supuesto, que no se trata que el Estado los produzca, sino que impulse políticas públicas en ese sentido.

La primera duda que surge es si se está retrocediendo a un debate ya hace tiempo superado, relativo a entender que el desarrollo rural no es un tema sectorial, propio de la política agropecuaria, sino que tiene carácter multisectorial (educación, salud, infraestructura productiva –caminos rurales, silos, reservorios de agua, etc.-, ambiente -pago por servicios ambientales, por ejemplo-, protección social –programas sociales-, economía –especialmente emprendimientos rurales-, además del tema agropecuario y agrario). El necesario enfoque territorial del desarrollo rural así lo determina.

Dicho lo anterior, hay que considerar las condiciones prevalecientes en nuestro país. Casi la mitad de los guatemaltecos (as) habita en territorios rurales, donde la pobreza general llega al 76.1% y la extrema al 35.3% (por cierto, las cifras también indican que la primera es casi el doble en el área rural comparada con las áreas urbanas y la extrema es más de tres veces superior). De esa población, según los últimos datos disponibles (ya viejos y, por lo tanto, no muy confiables), el total de hogares agropecuarios es de aproximadamente 800,000, siendo el 61% de ellos agricultores familiares (productores de alimentos).

En ese contexto, que sin duda se agravará con los efectos económicos de la pandemia (la ONU prevé, según un informe presentado por CEPAL a finales de Julio, 45 millones más de pobres en América Latina, agregando que “México, Nicaragua, Guatemala y Honduras serían los países con mayor población pobre…”), el desarrollo rural debería estar centrado en los pobres, esos campesinos referidos en los párrafos anteriores. Por consiguiente, pensar que el Ministerio de Agricultura juegue el rol fundamental en el impulso del desarrollo rural para nada es descabellado. La sabiduría estaría en entender ese rol en un doble sentido, impulsando políticas económico productivas para que los campesinos se conviertan en actores económicos relevantes y, al mismo tiempo, convirtiéndose esa cartera en articuladora del resto de políticas sectoriales, que sin duda son necesarias para avanzar en el desarrollo rural integral.

Ahora bien, una política agropecuaria que priorice la producción de alimentos requiere de una política agraria que impulse el acceso de los campesinos a la tierra, sin la cual no habría agricultura posible. Y en este camino, concebir dicho acceso desde diversas alternativas, no sólo la propiedad, como lo dijo Giammattei, también parece coherente.

El problema es confiar en el Presidente, después de haber destruido la Secretaría de Asuntos Agrarios y de decretar los estados de sitio que los finqueros le piden para reprimir la conflictividad agraria. Tampoco da confianza la carrera que dio para volar hacia las plantaciones de palma y rendirles tributo inmediatamente después de decretar la improvisada apertura de la economía.

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