Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

Hace algunos días (no recuerdo exactamente qué día), como a las siete de la mañana, mientras esperaba a que cambiara la luz roja del semáforo en una esquina del centro de la ciudad, se me acercó un hombre al que calculé aproximadamente unos 35 años de edad. Llevaba una pequeña bandera blanca en la mano. El rostro compungido y preocupado. Al hablarme indicó que no tenía trabajo, que necesitaba alguna ayuda para poder llevar el sustento a casa porque él y su familia no tenían qué comer. Me conmovió, honestamente. Casi pude ver en mi mente los rostros de unos niños pidiendo algo qué llevarse a la boca para saciar el hambre… No lo pensé mucho. Le entregué algo -que no era gran cosa: lo poco de efectivo que llevaba conmigo a esa hora de la párvula mañana- y le dije que ojalá pronto resolviera algo; que le deseaba lo mejor en medio de todo lo que está ocurriendo en estos días que sin duda resultan difíciles para todos (o quién sabe, quizá decirlo sea solamente una expresión más bien retórica dados los infames episodios de que se ha tenido noticia casi a diario). El hombre me dio las gracias, me sonrió amablemente y luego se marchó caminando por entre los distintos vehículos que también esperaban el cambio de luz en aquella esquina. Por el retrovisor lo vi acercarse a otros automóviles, de la misma manera que lo hizo al acercarse a mí (supongo que con similar solicitud). Eché un vistazo al semáforo que seguía en rojo, y, casi inmediatamente, sin que me diera cuenta del punto de su procedencia, un muchacho de unos veintitantos años se acercó para ofrecerme algunas bolsas con dulces y frituras. Me dijo que la situación estaba difícil; que no lograba vender mucho y que esa era la única forma que, de momento, había encontrado para ganarse la vida… Instantáneamente experimenté una mezcla de sentimientos encontrados, una suerte de cargo de conciencia por no disponer de algo más de efectivo para comprarle un par de aquellas pequeñas bolsas que me ofrecía… De verdad me hubiera gustado comprarle algo (seguramente lo haré otro día): el muchacho estaba trabajando, ganándose la vida como él mismo dijo, y no pude menos que admirarlo por ello, al tiempo que lamentaba no poder comprarle algo porque a pesar de los momentos complicados por los que atraviesa el mundo y las pocas ventas que dijo haber logrado hasta ese momento, allí estaba, ganándose la vida de acuerdo con sus modestas posibilidades… La vida no es igual para unos y otros, sin duda (a todo nivel). Y no todos tenemos los mismos problemas, ni las mismas responsabilidades o perspectivas de lo que ocurre en este nuestro mundo… No todos esperamos el mismo autobús, aunque estemos en la misma estación… O quizá sí, pero a lo mejor no nos hemos dado cuenta de ello (o tal vez, sencillamente, preferimos no darnos cuenta de ello), quién sabe.

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